Parte II




Capítulo X


Mar Jónico, 3 de julio de 1501.

Las galeras cruzaron el estrecho de Otranto. Soplaba una brisa templada de primavera. David divisó por estribor una gran bahía. Eran aguas que ya había navegado en muchas ocasiones; conocía el rumbo; pronto llegarían a la ciudad de Tarento donde la flota se aprovisionaría; luego navegarían cerca de las costas de Calabria y harían la última escala en Raggio; entonces faltarían pocos días para arribar a Nápoles.

—Hoy hará buen tiempo —dijo Aarón Abulafia—, tendremos una feliz singladura.

—Estoy ansioso por llegar, quiero ver a Shoshana —dijo David—. Cuando estaba en tierra deseaba el mar, la navegación, el olor de la sal. Pero ahora que estoy lejos, necesito a mi esposa, a mi familia…

—Pero no te he visto sufrir mucho en Venecia —interrumpió con una sonrisa cómplice, Aarón.

—Beatriz es una vieja amiga y no significa nada para mí. Tú también te has divertido con alguna veneciana.

—Sí, pero yo no estoy casado.

David no respondió al reproche de su amigo. Miró la extensión de agua azul. Vio la estela que dejaba la nave en su veloz navegar. Vio la proa que rompía olas de espuma salada. Estaba orgulloso porque había llevado a cabo con buena fortuna la misión pedida por Isaac Abravanel.

La misión era apremiante, no se sabía cuándo los españoles y los franceses desembarcarían en Nápoles. Por eso había partido con la primera flota que se hizo a la mar en la primavera, navegando por donde ya no había peligro: Gonzalo de Córdoba había vencido a los turcos en los islas de Corfú y Cefalonia. El paso por los estrechos del mar Jónico era seguro.

Recordó la llegada a Venecia: habían desembarcado en el puerto, cerca del brazo de mar que llegaba hasta el Arsenal. Se dirigieron al depósito de la Compañía en una góndola que David contrató, regateando el precio del viaje con el gondolero, como lo hubiera hecho un veneciano. Aarón admiraba el esplendor de los palacios, la maravilla de esta ciudad acuática.

Llegaron al nuevo barrio judío del Ghetto, edificado en una isla que estaba más allá del Gran Canal, donde había funcionado una antigua fundición de cañones. Las construcciones eran recientes y las casas, espaciosas, tenían tres o cuatro pisos. En cada casa vivían varias familias de judíos. Los más ricos tenían un edificio propio, que era como un pequeño palacio, semejante a los venecianos. Las plantas inferiores de las casas se usaban como negocios y también servían de depósito para todo tipo de mercancías. Los pisos superiores eran ocupados por las viviendas. La Compañía de la familia Abravanel tenía sus cuarteles generales en una construcción alargada, cuyo frente daba a un canal secundario y los fondos miraban a una plazoleta llamada "Il campo del Ghetto". A ella se abrían tiendas en las que se exhibían mercancías provenientes de todo el mundo: sedas y perlas de la India, especias de oriente, plata labrada de España, cofres de madera y marfil, ánforas de Creta que contenían sus apreciados vinos. Los mercaderes pregonaban sus mercancías de viva voz, la muchedumbre concurría desde toda la ciudad para aprovisionarse. Era el centro de la vida judía de Venecia.

Bajaron de la góndola que atracó lentamente frente al embarcadero del edificio de la Compañía. Entraron al salón principal que estaba abarrotado de cargamentos que venían de todas partes del mundo. Cuando David anunció su llegada, Iosef Sacerdotti bajó corriendo. Se confundieron en un largo abrazo. Habían pasado algunos años desde que se habían visto por última vez.

—¡En nombre de Dios, David! ¡Qué buen semblante tienes! Has engordado, ahora te dejas la barba. He sabido por nuestros correos que estás casado. Venid que os mostraré los cuartos. Debéis estar rendidos de cansancio. ¡Ah! Tu eres Aarón Abulafia, el que remó en las galeras. ¡Descansad algunas horas y luego tendremos ocasión de que me contéis, David de Córdoba, el motivo de tan espléndida visita!

Iosef Sacerdotti tomó a ambos amigos del brazo y los condujo escaleras arriba hacia las cámaras que tenía reservadas para las visitas de importancia.

 

 

A la mañana siguiente, David se vistió con el viejo uniforme de marino de la Casa Corradi y partió en la góndola de la Compañía hacia el Palacio. Giovanni no estaba. Le dijeron que tal vez se encontrara en el Arsenal observando la construcción de una galera. Era una suerte que Giovanni se encontraba en Venecia.

David recorrió el arsenal en busca de su amigo. Lo halló finalmente en el cobertizo de las velas. Se confundieron en un largo abrazo.

—¡David, qué alegría verte otra vez! Con esa barba pareces más judío. Te hace mayor. Supe que te has casado. ¡Cuéntame de tu esposa!

Salieron del Arsenal y se dirigieron al Palacio en la góndola de Giovanni. David narró la historia de sus últimos meses en Nápoles, la vida de familia, los deberes del casado, la belleza de Shoshana, lo tedioso del trabajo en tierra. Contó su añoranza por el mar, por las travesías a lugares remotos y desconocidos, el olor del mar salado…

Llegaron al Palacio Corradi cerca del mediodía. Giovanni condujo a su amigo por los largos corredores y las escaleras de mármol blanco, hasta un salón que se abría, con altos ventanales, al Gran Canal.

—David, espera un momento que iré a ordenar el almuerzo —dijo Giovanni dirigiéndose hacia la puerta—. ¡Siéntate y descansa! Nos reuniremos para comer y entonces me contarás el motivo que te trae a Venecia.

Cuando se encontró solo en la espaciosa cámara, abrió las ventanas que daban al canal. Los vidrios de colores lucían el escudo azul y rojo de la familia Corradi. Era un espléndido día de primavera y el aire de la ciudad lo llenó de recuerdos. Acudieron a su memoria fragmentos de música y risas de mujeres conocidas en veladas pasadas junto a la laguna de Venecia. Recordó a Beatriz Constantinni. Vio, por los ventanales abiertos, las embarcaciones que navegaban por el Gran Canal en un espectáculo de velas y banderas al viento, siempre cambiante, que no se cansaba de admirar. Debía concentrar sus pensamientos en la misión que Isaac Abravanel le había encomendado cumplir. No tenía que distraer su mente si quería tener éxito. Su padre había aprobado el viaje luego de manifestar algunas dudas. "David", le había dicho finalmente Abravanel, "tú tienes amigos en Venecia, conoces la ciudad y a personas importantes, cercanas al Consejo de los Diez y al Dogo. Venecia es una república fuerte, no un reino débil como Nápoles. Si el Consejo de los Diez nos permite residir en la ciudad será la salvación de nuestra familia. Nápoles caerá pronto en manos de España, que es enemiga de los judíos. Debemos partir antes de que ocurra una nueva expulsión".

Dos criados entraron en la estancia interrumpiendo sus pensamientos. Estaban vestidos con el atuendo rojo y azul de la Casa Corradi. Traían bandejas con exquisitas aves de cacería y fuentes de frutas. Dispusieron todo en una pequeña mesa frente al ventanal y se marcharon. Al poco tiempo volvieron con jarras de agua y de vino, las colocaron sobre la mesa y se fueron tan silenciosamente como habían llegado.

Al poco tiempo entró Giovanni diciendo:

—¡Es hora de comer. Comamos, y luego me contarás el motivo de tu visita a Venecia!






Capítulo XI



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