Parte II




Capítulo XI


Bahía de Nápoles, 23 de julio de 1501.

David estaba solo en la plaza de San Marcos. Nunca la había visto desierta a esa hora de la noche. Sintió frío. ¿Cómo podía hacer frío en Venecia si era una cálida noche de verano? Vio el resplandor azul del cielo recién anochecido. Sonaron las campanadas de media noche en el reloj de la torre. Detrás de la Catedral de San Marcos, el cielo comenzó a tornar al rojo. ¿Sería debido a la salida del Sol? No, no podía ser porque la claridad surgía del norte, donde todavía brillaba la estrella polar. ¿Sería por otra causa? Súbitamente, inmensas llamas ascendieron detrás del bello edificio de mármol blanco ¡Era un incendio! Las llamas parecían envolver al Palacio Ducal, la Catedral, la Torre del Reloj, la Procuraduría, toda la ciudad; pero no la destruían pues las llamas bailaban entre los edificios sin dañarlos y largas columnas de humo negro oscurecían el cielo. Entonces entraron a la plaza desierta, avanzando en solemne procesión, el Cardenal de Venecia y el Dogo, seguidos por un grupo de clérigos y funcionarios de la República. Caminaron sin hacer ruido hasta el lugar donde estaba David. El Dogo tenía el rostro pálido como marfil, oculto por una máscara dorada, de las que se usaban en los bailes de carnaval. Lo miró durante un largo minuto y luego dijo con voz que parecía de otro mundo:

—Hemos negado el pedido de Isaac Abravanel.

El Cardenal, vestido con una túnica negra, el rostro encapuchado, asintió con la cabeza.

—Como puedes ver —continuó el Dogo—, los judíos están quemando Venecia. Tú eres el responsable. Por este motivo sois indeseables en nuestra ciudad. Tu misión ha fracasado, David de Córdoba.

¿Cómo, si ya había sido otorgado el permiso para residir en Venecia a la familia Abravanel? ¿Ahora se lo negaban? Además, él no había provocado ningún incendio.

Cuando había pedido a Giovanni que hablara con su padre del encargo que había hecho Isaac Abravanel. Lucas Corradi había recibido con cordialidad a David y le había prometido presentar al Consejo de los Diez, del cual él era uno de los miembros, la petición de residencia de la familia. Le dijo que había que esperar hasta la próxima reunión del Consejo que se haría luego de la cuaresma, cuando terminaran las ceremonias de la Semana Santa. David sabía que la Autorización de Residencia, escrita por el Consejo de los Diez, con todos sus sellos y firmas, estaba en el arcón donde se guardaban sus pertenencias, a su lado, en la cámara de la galera. La había recibido una semana después de la cuaresma de manos de Lucas Corradi. Era una autorización para Isaac Abravanel y toda su familia y aclaraba que La Serenísima República de Venecia se sentiría honrada de recibir a persona tan ilustre, que había sido ministro de los reyes de Portugal, Castilla, Aragón y Nápoles.

Despertó con un sobresalto, envuelto en transpiración. Todavía era de noche. Se revolvió en el lecho de la pequeña cámara de la toldilla de popa. Miró en la oscuridad al lugar donde se encontraba el arcón para cerciorarse de que se hallaba en su sitio. Escuchó la respiración de su amigo Aarón Abulafia. Sí, estaba en la galera rumbo a Nápoles. Todo había sido un mal sueño.

David temía a esos sueños. Muchas veces eran anuncios de presagios adversos. Especialmente si soñaba con llamas y hogueras. Dio muchas vueltas en la litera tratando de cerrar los ojos. Cuando intentaba dormir, volvían a aparecer las llamas detrás de la Catedral de Venecia. Se levantó en la oscuridad, tocó el arcón para estar seguro de que estaba allí, y subió a cubierta. El viento soplaba cálido, del sur. El fanal de popa iluminaba la toldilla. La guardia de marinos vigilaba el timón y las velas. Por estribor se veían las luces de las otras naves de la flota. Por el este, el cielo se volvía lentamente azul y rojo anunciando el alba.

 

 

 

A media mañana, David distinguió en el horizonte la columna de humo del Vesubio, que señalaba a los navegantes la proximidad de Nápoles. El humo del volcán parecía más negro que otras veces. Estaba ansioso por llegar. Volvió a la cámara para preparar sus pertenencias. Guardó en el arcón el uniforme de marino de la casa Corradi y encima colocó su espada corta —en el barrio judío de Nápoles no sería necesaria—.

David escuchó gritos que provenían de la toldilla. Salió de la cámara corriendo y trepó por la estrecha escalera.

—¡Fuego, fuego! —creyó escuchar. ¿Se estaría quemando la nave?

Vio a los marinos que señalaban a la costa que ya se distinguía en el horizonte.

—¡Fuego, fuego!

Grandes llamas se alzaban de la ciudad. Las galeras navegaban rápidamente hacia la costa. La visión del incendio se acercaba a cada instante.

Corrió hacia proa para ver mejor. Faltarían unas tres o cuatro millas para llegar al puerto. Soplaba buen viento. David deseó que la nave avanzara más rápido. Todas las velas estaban desplegadas y sabía que no podía navegar más de prisa. Como en el sueño, largas columnas de humo negro oscurecían el cielo de Nápoles.

 

 

 

Finalmente la galera arribó al puerto. David saltó a tierra antes de que estuvieran aseguradas las amarras. Aarón Abulafia lo siguió. La bandera del rey de Francia, con el campo azul y la flor de lis dorada, flameaba en el Castel Novo.

Corrieron por el embarcadero hasta llegar a los depósitos del puerto. Vio, frente a una taberna, soldados borrachos que cantaban canciones en una lengua que no comprendía. Las casas cercanas al puerto ya habían dejado de arder. Una fila de marinos, estibadores, mujeres, niños y hombres del pueblo, formando una cadena humana, pasaban cubos de agua salada, que sacaban del mar, para extinguir los últimos focos del incendio. Muchas casas estaban derruidas hasta sus cimientos; otras, se mantenían con algunas paredes todavía en pie. Vio una jauría de perros hambrientos que disputaban por un trozo de carne que encontraron debajo de las piedras de un muro derruido. Tal vez fuera parte de un cadáver sepultado en medio de los escombros.

David y Aarón Abulafia continuaron su carrera ascendente por las estrechas callejuelas. En la parte baja de la ciudad, algunas casas todavía seguían ardiendo.

Un grupo de judíos descendía por la calle, cargando pesados bultos con ropas y otras pertenencias. Reconoció la anciana figura de Moisés Alhadeff.

—¿Qué ha sucedido, Moisés? —gritó.

—¡Los franceses invadieron la ciudad! El rey Ferrante todavía ofrece resistencia, junto con algunos barones, en el Castillo de San Martín. Las tropas del rey Luis ya dominan casi toda la ciudad. Cesaron los combates en las calles. Sólo se lucha en el fuerte. Los franceses entraron matando, sin distinguir entre cristianos, napolitanos y judíos. Se dedicaron al pillaje. Saquearon las viviendas. Robaron todos los objetos de valor. Prendieron fuego a muchas casas. La mía también. Perdimos todos nuestros bienes. Esperaremos en el puerto hasta hallar algún navío que nos lleve lejos, a Oriente…

David continuó su carrera sin esperar a que Moisés Alhadeff terminara de hablar. Quería saber que había sido de sus padres, de Shoshana. No pudo preguntarle por su familia. Tal vez por temor, tal vez por respeto a la pena del anciano. Tocó su espada veneciana, que había sacado del arcón por si se presentaba alguna dificultad. Continuó subiendo a la carera seguido por Aarón Abulafia.

Llegaron a la casa de los Córdova. La puerta estaba fuera de sus goznes, carbonizada. Aun había restos de maderos humeantes en el interior del patio. El olor insoportable hacía difícil la respiración. Miró hacia arriba. El cuarto de la terraza estaba derruido, el techo volcado hacia el interior. Algunas brasas ardían todavía en los rincones.

—¡Shoshana, Sara! —gritó David mientras subía los escalones.

No tuvo respuesta. Entró al cuarto de la terraza por el vano sin puerta. Todo estaba quemado en lo que quedaba de la alcoba. Lo que había sido la cama y el aparador eran ahora sólo maderos negros, informes. Trozos tiznados del aguamanil estaban esparcidos por el suelo.

—¡Shoshana, Mamá! —volvió a gritar sin obtener respuesta—. ¡Dónde están! —preguntó, con la mirada perdida en el vacío.

—¡Vamos a mi casa! —le dijo Aarón—. Tal vez los míos, que Dios los haya amparado, sepan algo.

Siguieron calle arriba hasta la casa de los Abulafia. Todavía ardía. Isaías Abulafia, secundado por otros familiares, apagaba las llamas con agua que extraían del aljibe.

Padre e hijo se confundieron en un breve abrazo. Luego, Aarón tomó un cubo con agua con el que intentó apagar las llamas de un fuego que no se terminaba de extinguir.

—¡Los tuyos se refugiaron en la casa de Soncino! —exclamó Isaías Abulafia reparando en David, que contemplaba las llamas con la mirada perdida, tratando de recuperar el aliento.

Continuó solo su carera hacia la parte alta de la ciudad. A medida que ascendía, las viviendas incendiadas eran menos, había cada vez más gente. Parecía que la furia de los franceses se hubiera saciado con el saqueo de la parte baja de la ciudad. Vio muchas familias que habían perdido sus hogares refugiadas en los patios, en las plazoletas y en los portales de las casas.

Llegó al largo paredón al final del que se encontraba la puerta de la imprenta de Soncino; estaba abierta; su corazón latía apresurado por la carrera y, también, por la angustia. Atravesó la imprenta vacía. No había sido saqueada. Parecía que todo estuviera en orden. Entró al gran patio de la higuera. Allí vio que se había reunido una muchedumbre. Las familias judías habían llegado a esa casa trayendo algunas pertenencias salvadas del saqueo. Vio mujeres, ancianos y niños sentados entre las plantas, los bultos de ropa y arcones repletos de mantas, alfombras y cacharros. Todo en el patio era una gran confusión.

—¡David, David, en el nombre de Dios! —gritó Sara saliendo de entre la muchedumbre.

Entonces distinguió el lugar donde su familia había instalado un pequeño campamento. Vio a Débora con sus hijitos, a Esther Franco, a Bienvenida Abravanel.

—¡Dónde está Shoshana! —gritó.

Sara abrazó a su hijo, gesto que no era habitual en ella, y prorrumpió en llanto. Luego, más repuesta, lo apartó. Lo miró un largo instante a los ojos, y, sin decir palabra alguna, tomó con ambas manos el hombro derecho del jubón de David, y lo rompió. Era la señal de duelo.

David supo así que Shoshana había muerto.






Capítulo XII



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