Parte II




Capítulo I


Florencia, 12 de setiembre de 1493.

Cuando David de Córdova descendió por las escaleras de la casa de Elías Delmédigo hacia el portal que se abría a la calle, el sol se elevaba detrás de las colinas. Escuchó, lejanas, las campanadas del reloj de la torre del Palacio Vecchio que indicaban las ocho de la mañana. Aún tenía tiempo: a las nueve comenzaban las clases de griego con Jovanni Pico de la Mirándola, Conde de la Concordia. Caminaría a lo largo del río. Pasaría frente a la Catedral y daría un rodeo hasta el convento de San Lorenzo.

Le gustaba el paseo matinal por esa ribera que le traía recuerdos del Guadalquivir. Florencia se había edificado contra el río, igual que su Córdoba natal; pero el Arno corría encajonado por la ciudad que se extendía en sus dos orillas, parecía más profundo y angosto, tenía muchos puentes y no había molinos.

Cruzó el puente y dobló por la calle de Santa María, pasó frente al mercado donde los feriantes ofrecían a los gritos sus mercancías: vendían sacos de trigo, canastas con frutas, objetos de plata, tejidos de lana y de seda. Todo era bullicio y movimiento, fuertes voces de los mercaderes. David siguió su marcha, cruzó delante del Baptisterio y contempló el exterior de la Catedral. El conjunto de la iglesia, el Baptisterio y la torre del campanario, edificados en mármol blanco, con adornos rojos y verdes, le producía, cada vez que cruzaba la plaza de San Giovanni, una indescriptible sensación de encontrarse ante la belleza.

Cuando el reloj del Palacio Vecchio dio las nueve, David apuró el paso. Pico de la Mirándola lo estaba esperando para la lección. También asistía a las clases su primo, Judah Abravanel, quien vivía en el convento de San Lorenzo, con un permiso especial de Piero de Médicis, gobernante de la República de Florencia.

Cruzó los portales que daban a un patio rectangular que estaba rodeado por una galería en sus cuatro costados. ¡República de Florencia! ¡Existían las repúblicas! Sólo había conocido reinos: Castilla, Aragón, Granada, Nápoles. Eran reinos. Ahora vivía en una República, con sus gobernantes elegidos por el Consejo de las Artes. Sin embargo el Consejo siempre elegía a algún Médicis: a la muerte de Lorenzo, El Magnífico, lo había sucedido su hijo, Piero de Médicis. El poder quedaba siempre para los miembros de esa familia. Familia que protegía a los judíos. Los Médicis habían protegido a Elías Delmédigo y había sido Delmédigo quién Escribió a Isaac Abravanel a Nápoles con el objeto de emprender operaciones de importación y los negocios del banquero, con la Compañía de los Abravanel.

Subió por la escalinata que conducía al piso superior donde estaba la biblioteca y la sala de estudios. Contemplo la amplia habitación blanca con ventanales que daban al patio rectangular. Pico de la Mirándola y Judah Abravanel lo esperaban sentados delante de la mesa de lectura.

—Disculpadme, me entretuve en el camino —dijo David ante la mirada reprobatoria de sus maestros—, no volveré a llegar tarde.

—Continuaremos con la lectura de La República —Pico de la Mirándola abrió un grueso manuscrito con sumo cuidado—. Estábamos leyendo el libro segundo que trata de La Justicia y de La Ley.

David pensó en estas palabras: Justicia, Ley. ¿Había sido justa la expulsión? ¿En los reinos había justicia? ¿por qué en los reinos La ley dependía de la voluntad del Monarca? ¿Eran más justas las repúblicas que los reinos? Había decidido estudiar para conocer las respuestas. Cuanto más sabía, tenía más preguntas. Todavía no comprendía todas las palabras griegas pero Los Diálogos de Platón eran fascinantes. Amaba a Sócrates, amaba la forma de preguntar del filósofo. Miró con agradecimiento a Judah Abravanel que lo había introducido en esos estudios durante el triste viaje al exilio. Pico de la Mirándola continuaba. David, que no había escuchado algunas frases, comenzó a prestar atención:

—…la forma es tan importante como el contenido. Platón usa la forma del diálogo. Es una forma que seduce al lector. Facilita la comprensión del contenido de su prédica, hace agradable una lección que es muy ardua. Entonces la podamos leer con facilidad. Judah, amigo, aprende la forma del diálogo. Estas formas te servirán para expresar tus ideas sobre el amor, el amor a todas las cosas y el amor a Dios. Esas ideas que tu me has contado, podrías escribirlas en forma de diálogos.

David sintió que se había perdido algo. Miró a Pico de la Mirándola: estaba cerca de la treintena, era de la misma edad de Judah Abravanel. Dos inteligencias vigorosas que se entendían con pocas palabras. Su primo Judah tenía pensado escribir y David no lo sabía. Preguntó con curiosidad:

—¿Qué escribirás Judah?

—No interrumpas la clase. No interrumpas a tus maestros. Luego hablaremos —contestó, eludiendo la respuesta.

—Como decía —continuó Pico de la Mirándola—, las formas del arte tienen su importancia. En Florencia nuestros gobernantes animan el arte y las ciencias. Cosme de Médicis comenzó a reunir esta biblioteca. La biblioteca tiene libros donde podemos conocer el pensamiento de los antiguos. Podéis leer estos libros escritos hace muchos siglos por los griegos. Fueron paganos y por ello la iglesia no permitía su lectura. "La única verdad está en las escrituras" dicen muchos prelados. Sin embargo, la misma iglesia conservó en los monasterios estas obras que no se permitía leer al pueblo. Fue Lorenzo de Médicis quien abrió esta biblioteca para todos, para los estudiosos como vosotros, que venís desde muy lejos a aprender de estos textos.

—Es cierto lo que tú dices, Pico —respondió Abravanel, y continuó pensativo—. Muchos de nuestros sabios, de bendita memoria, han sostenido estas ideas y fue Rab ben Maimón quien afirmó que la ciencia no contradice lo que está escrito en la Torah. Las bibliotecas deberían estar abiertas para todos. Los judíos leemos los sábados en el templo. Nuestros libros están disponibles para todo aquel que los quiera leer.

—En los libros hay muchos conocimientos —se atrevió a interrumpir David—, tal vez allí esté la sabiduría. Si conociéramos el pensamiento de los griegos, de los judíos, de los cristianos y de los seguidores de Alá, tal vez podríamos entender al mundo.

—También la Cábala es fuente de grandes conocimientos —agregó Pico de la Mirándola—. Pero continuemos con el orden de nuestras lecciones, sigamos leyendo lo que dice Platón acerca de la justicia: "Decís que es un bien en sí cometer injusticia, y que es un mal sufrirla. Pero más mal hay en sufrirla que bien en cometerla. Por eso, habiendo los hombres ensayado entrambas cosas y habiéndose dañado durante largo tiempo unos a otros, no pudiendo los más débiles evitar los ataques de los más fuertes, ni atacarlos a su vez, estimaron de interés para todos impedir que se hiciese ni recibiese daño alguno. De aquí nacieron las leyes y convenciones. Se calificó de justo y legítimo lo que fue ordenado por la ley. Tal es el origen y la esencia de la justicia."

—Esto quiere decir que la ley es una convención de los hombres —dijo Judah Abravanel—. Para nosotros La Ley es la Torah. Es la ley de Dios, que fue revelada a Moisés en el monte Sinaí. ¡Fue revelada! ¡esa es nuestra Ley!

—La Ley de Cristo también le fue revelada —terció Pico— y si leemos El Corán, la Ley de Mahoma también lo fue. Entonces, ¿cuál es la verdadera Ley? ¿Es verdadera la ley de los hombres o la Ley de Dios? Y de las diversas formas en que se manifiesta ley del Dios Único ¿cuál es la verdadera?

Pico de la Mirándola hizo una pausa y clavó sus bellos ojos en David. Luego continuó:

—Por querer unir en novecientos principios las leyes de la Cábala, de la filosofía y de la religión, el papa me excomulgó y prohibió la lectura de mis libros. Luego de mucho esfuerzo, mi hermano, por ser el Conde de Concordia, obtuvo del Santo Padre que dejara sin efecto ese castigo. Muchas veces la ley de los hombres, lo que es el bien de los hombres, se opone a la ley de Dios.

Se escucharon las campanas del reloj del palacio Vecchio. Era el mediodía. Pico de la Mirándola marcó la página donde estaba leyendo con una cinta de seda verde, cerró el libro y dijo:

—No hemos avanzado mucho en el día de hoy con la lectura pero adelantamos con las ideas, —hizo una pausa y cambió de asunto—: esta noche iré a la fiesta que ofrece el Conde Pacci. ¿Estáis invitados?

—Estamos invitados —contestó Judah Abravanel—, iremos con la partida de Elías Delmédigo.

Judah Abravanel se dirigió a sus tareas en el Hospital de los Inocentes, mientras que David encaminó sus pasos hacia el Arno.

 

 

 

Los puestos del mercado estaban por cerrar. Era ya pasado el mediodía. Los campesinos guardaban las mercancías en arcones, en gastados sacos y en grandes canastas que luego transportarían en carros tirados por mulas a los lugares de depósito. David sabía que era la hora de comprar. Era el momento en que los campesinos se desprendían, por pocas monedas, de lo que no pudieron vender durante la jornada.

Luego de una larga pugna, que formaba parte de la tradición del mercado, compró una hogaza de pan y un racimo de uvas. Sabía que siempre, al comienzo, el precio de la compra era elevado y que el gozo del vendedor consistía en la porfía y la discusión. Al final de la disputa terminaba pagando menos de la mitad.

Guardó los alimentos en su bolsa y continuó el camino hacia el río. Marchó por la calle que bordeaba el agua en la misma dirección de la corriente. Llegó a las murallas de la ciudad y cruzó la puerta que daba hacia la campiña. El caudal del Arno estaba embalsado por un dique sumergido, que lo atravesaba en diagonal. Pescadores desnudos trabajaban dentro del agua con largas redes, ayudados por remeros que cargaban en sus pequeños botes los peces que el sol reflejaba con destellos de plata. Unos cuervos sobrevolaban en círculo alrededor de alguna carroña que, tal vez, se encontraba oculta detrás de un bosquecillo de cipreses y pinos.

David se sentó bajo la sombra de unos árboles. Hacía calor. Dejó su bolsa contra una roca y se desnudó. Había crecido, su cuerpo era esbelto, bien formado. Se arrojó al agua y nadó. Estaba tibia. Nadó hasta la otra orilla y volvió. Hizo varias travesías más. Amaba el agua, amaba nadar. Refrescado, salió a la orilla y se tendió al sol sobre la arena. Los pescadores recogían sus redes. Abrió el bolso, dijo la bendición y comió el pan y las uvas. Entrecerró los ojos y se durmió.

 

 

 

La casa de Elías Delmédigo quedaba sobre la margen izquierda del Arno. El frente era de piedra clara. Estaba construida en el clásico estilo florentino, con su puerta en el centro, flanqueada por amplias ventanas dispuestas simétricamente a sus lados, que se abrían al río. En el piso superior, otra fila de ventanas, más pequeñas, con arcos de medio punto, albergaban las cámaras de la familia. El techo a dos aguas era de tejas rojas.

Al acercarse desde el otro lado del río, David vio la casa. Todavía sentía la frescura del agua sobre el cuerpo luego del baño. Cruzó el puente y se encaminó hacia la entrada. Atravesó los amplios portales y penetró en el gran salón que se abría a la derecha del patio central.

De espaldas a las ventanas del salón que daban al Arno, estaba sentado Elías Delmédigo. Leía las anotaciones de un gran libro de cuentas que David había completado la tarde anterior. Tenía la barba afeitada y su rostro era agradable. La cabeza estaba tocada por un gorro rojo a la usanza de Florencia. Vestía un jubón corto de color azul, sandalias, y calzas que le llegaban hasta la rodilla. Habría pasado apenas la treintena.

modo de saludo—. ¡Llegas tarde!

—Dormí luego de nadar. Os pido perdón.

—Siéntate y trabaja, los libros de cuentas están atrasados.

David se sentó frente a una larga mesa donde se hallaban otros escribientes haciendo anotaciones en grandes libros.

Mientras comenzaba a copiar los aburridos números, David recordó lo que sabía de Elías Delmédigo: había nacido en Chipre, su padre era un mercader judío que se especializaba en el próspero negocio de importar especias desde la India. Elías se había radicado en Florencia, siendo muy joven, para atender los asuntos de su padre. Estaba dotado de una gran inteligencia. Logro establecer una ruta hacia los principados tedescos, introdujo en el oriente los tejidos de lana y seda de la Toscana. Lugo agregó los negocios de banca. Prestaba dinero a la familia Médicis, a los ricos mercaderes florentinos y hasta al mismo Papa. También era un estudioso de la Torah y de los filósofos griegos, Aristóteles y Platón. Admiraba a Maimónides y Averroes, era amigo de Pico de la Mirándola y de los pensadores y artistas de Florencia.

Elías Delmédigo cerró el libro y se acercó a la mesa de David y dijo:

—Has aprendido muy de prisa las artes de llevar los libros de cuentas. Esto será útil en las empresas de tu familia. Con estas cuentas se manejan los créditos, se controlan los deudores y se determinan los dineros que pueden ser prestados. Revisé el libro que has terminado y no encontré errores. A muchos de mis escribientes le demoró años lograr lo que tú has aprendido en pocos meses. Pronto serás maestro en los conocimientos contables. David, ahora acompáñame al patio. El trabajo está terminado por el día de hoy. Conversaremos allí de otras cosas que también son importantes en la vida.

El patio era pequeño, rectangular, bordeado de una galería de esbeltas columnas de mármol. Se sentaron en un banco de madera a la sombra de un naranjo. Elías Delmédigo puso su brazo sobre los hombros de David. Permanecieron un rato en silencio. Un petirrojo se refrescaba en el espejo de agua de la pequeña fuente que estaba en el centro. Volaba desde una rama del naranjo hasta la fuente y, luego de un pequeño remojón que salpicaba el aire con gotas de agua, terminaba sobre la baranda de la balconada del piso superior; descansaba allí algunos minutos y luego el vuelo se repetía.

—¡Así vivas tú, David! La existencia es así —dijo Elías Delmédigo, y continuó—: tú puedes ser mi hijo, o mi hermano menor. Hace seis meses que estás en Florencia y me parece que hubieran pasado muchos años.

David se encogió de hombros, asintiendo. No sabía donde llevaban las palabras de Elías Delmédigo, quién continuó hablando sin esperar respuesta.

—Vosotros habéis venido a Italia expulsados de Castilla. Yo llegué de Chipre, por voluntad de mi familia, para establecer un negocio. Mi padre, que dios lo guarde por muchos años, permanece en la isla manejando nuestras rutas al oriente. Mi lengua natal es el griego, la tuya es el castellano. Ahora hablamos en toscano para entendernos. Tu estás en mi casa para aprender. Para aprender el arte de las ventas y para aprender la sabiduría. ¿Te parece bien que hablemos primero del mercado y luego de la sabiduría, David?

—Me parece bien.

—Las rutas que recorren nuestras mercancías son muy largas: comienzan en la India y llegan al cercano oriente en caravanas de camellos que atraviesan el desierto, luego embarcan en galeras por el mar hasta Chipre y desde allí en naves venecianas arriban a Italia. También mantenemos una ruta al norte, hacia los principados tedescos. Estas conexiones son muy importantes, David, nos permiten lograr nuestros objetivos. ¿Sabes cuál es el secreto de un buen mercader?

—No sé.

—Hay muchos principios para tener en cuenta si quieres ser próspero en ese arte, pero el más importante es el siguiente: vende al precio más caro que puedas y compra al precio mas barato que logres.

—Si, tienes razón.

A David le pareció que esta frase era evidente, sencilla. No era un secreto. Los vendedores del mercado lo sabían, como había podido comprobar por la mañana.

—Esto parece muy fácil —Elías Delmédigo pareció que leía el pensamiento de David—, pero no es algo tan simple de lograr. Por no conseguir lo que aparenta ser elemental, es que tantos lo intentan y pocos prosperan realmente en esas artes.

—¿Cómo logras hacer grandes diferencias, Elías?

—Las diferencias se consiguen comprando mercadería en los lugares y en los momentos en que abunda y entonces es barata, y luego, vendiéndola en los lugares donde es escasa, a mucho mayor precio. Por eso compramos las especias en la India y la traemos hasta Europa. Llevamos las telas de lana de Florencia hacia el oriente, pues allí no existen industrias como las que se encuentran en Toscana. Estos son los principios simples de este negocio. Hacemos relaciones con los mercaderes de las ciudades más importantes, y allí establecemos a nuestros parientes, tíos, primos hermanos o hijos. Deben ser personas en las que podamos confiar. Deben ser de los nuestros. Manejarán los negocios por nosotros.

—Comienzo a entender —contestó David.

—Si nos asociamos a vosotros, los Abravanel, que Dios los proteja, con el conocimiento que posee vuestro tío Isaac de los préstamos y de la recaudación de impuestos, juntamente con lo que nosotros sabemos del mercado, podremos hacer negocios para el beneficio de nuestras familias.

—¿Por qué me cuentas esto, Elías? —preguntó David—. Mi primo, Judah está en Florencia. Él puede comunicar a su padre estas propuestas.

—Conociendo a ambos, creo que tu eres el más indicado, David —aclaró Elías Delmédigo—. Judah Abravanel es muy buen médico, es un excelente pensador y si se esfuerza, será afamado poeta. Leí algunos versos sobre el amor que escribió en toscano, y también en el idioma de Castilla. Es mi parecer que esos versos le auguran un futuro de poeta. Pero en cuestiones de negocios no tiene interés, o no tiene capacidad. El no puede llevar esta diligencia adelante. Tú, aunque eres muy joven, tienes lo que hace falta para el hacerlo. Eso se lleva en la sangre. Yo he descubierto esas condiciones en ti.

—Pero Don Elías —protestó David usando el apelativo que se daba a los señores—, tengo que seguir con mis lecciones de griego. Además, no poseo los conocimientos para llevar a buen fin esta misión.

David estaba entristecido y halagado. El hecho de que le encomendaran una tarea importante para la familia Abravanel lo llenaba de orgullo. Por otro lado, las clases con Pico de la Mirándola le abrían las puertas a muchos conocimientos que todavía faltaban a su educación, hasta ese momento talmúdica.

—Comprendo tu angustia, David, pero eres joven y tienes mucho tiempo para aprender. De todos modos partirás en dos meses. Puedes terminar con algunos temas de tus estudios. Yo hablaré personalmente con Pico de la Mirándola y él se esforzará para que tú comprendas rápidamente el pensamiento de los antiguos. Yo te explicaré lo que te falta saber acerca del mercado y en lo espiritual hablaremos de la Cábala. La Cábala es fuente de gran sabiduría. Luego de tu misión en Nápoles, si tu padre y tu tío Abravanel, que Dios los bendiga, lo permiten, volverás a terminar tus estudios.

Este discurso tranquilizó un poco a David, pero en el fondo le dolía dejar Florencia; la atmósfera intelectual de la ciudad; el interés de los nobles, de los mercaderes y hasta de los monjes acerca del arte; el amor por las culturas antiguas, especialmente la griega y la romana; la admiración las pinturas y esculturas que colmaban las plazas y los edificios de la ciudad y la hacían cada día más hermosa.

—Pero no todo es esplendor en Florencia —interrumpió Elías Delmédigo intuyendo el pensamiento de David—. En Florencia también actúan fuerzas que nos son contrarias. Tú, David, tienes edad suficiente para saber que acá también hay enemigos de los judíos como en España. Que actúan en la nobleza y en los monasterios. Desde los púlpitos se hacen virulentos sermones contra las costumbres licenciosas de los Médicis y de otras familias.

David miró a Elías Delmédigo con un sobresalto y dijo:

—Tú no conoces el destierro, perder los lugares que uno ama. ¿Cómo podremos ser desterrados de la República de Florencia? La familia Médicis ampara a los judíos.

—David, tú me estás llevando a un lugar del cual yo no quería hablar. Dijimos que la segunda parte de nuestra charla sería sobre el espíritu. Sobre los bienes más elevados del ser humano. Tus preguntas nos llevan a la política.

—Hablemos de la política, entonces, si tu quieres enseñarme esos temas, Elías. La política es algo que me interesa. Fuimos expulsados de España por motivos políticos. Quiero saber cuáles fueron esos motivos para los reyes Fernando e Isabel.

—Vosotros, los judíos españoles, fuisteis bienvenidos por los Reyes Católicos. Lo fuisteis en los momentos que ellos necesitaron recursos para abastecer a las tropas durante la guerra con los moros. Una vez que la guerra terminó, y no necesitaron más dineros, os han expulsado. Cuando Fernando e Isabel se sintieron fuertes, acometieron la expulsión. Algunos judíos ven la mano de Dios en estos sucesos. Dicen que la expulsión es el castigo a nuestro pueblo por los pecados cometidos. Pero… ¿qué pecados han cometido los niños? ¿qué pecados han cometido las mujeres? ¿Me puedes decir, David?

—Isaac Abravanel piensa de esa forma —respondió David asombrado ante esta nueva interpretación de los hechos, y luego continuó—: él piensa que es un castigo al pueblo de Israel por haberse apartado de las escrituras, por no cumplir con todos los preceptos de la Torah. Así lo afirmó durante la travesía en las galeras. Está afligido por haber descuidado sus trabajos para el Señor y sus escritos sobre el libro de los reyes. Ahora, en Nápoles, recomenzó con la escritura de esas obras.

—No todos razonamos de la misma forma, David. Yo pienso que la expulsión obedeció a un motivo político de Fernando y a un motivo religioso de Isabel. Todo ello inspirado por el dominico Torquemada. Muchos sostenemos que la Torah es compatible con la filosofía de los griegos, Platón y Aristóteles. Eso es lo que escribió hace muchos años el gran Maimónides, sabio de bendita memoria.

El sol caía oblicuo sobre el patio alargando las sombras que indicaban el comienzo del atardecer. El ama de llaves, enfundada en una túnica negra, se acercó a Elías Delmédigo con en una bandeja limonada fresca y algunos dulces de almendra y miel, envueltos en una finísima masa de hojaldre, que eran la delicia de David. Elías tomó una copa de cristal de Venecia y ofreció la otra al joven. Dijeron la bendición y comieron. Luego Elías Delmédigo continuó:

—Mis caravanas, en la ruta de oriente y en la ruta de occidente, no sólo traen las mercaderías exóticas sino que también traen noticias desde todas las ciudades por las que pasan. Las galeras cargan productos de oriente y llevan también los relatos sobre lo que acontece en otras comarcas. Sabemos lo que sucede en todo el mundo conocido, y también en las nuevas tierras descubiertas por los españoles y los portugueses. Muchas veces conocemos los sucesos antes de que se enteren los reyes y los embajadores. Nosotros tuvimos noticias de que el navegante Colombo, que partió hacia el oeste en busca de una ruta a las indias por el Mar Océano, descubrió tierras al oeste de las Azores, antes de que lo supiera el rey Fernando.

—¿Cómo lo has sabido, Elías? —preguntó asombrado David.

—Conocimos las nuevas por correspondencia que nos llegó directamente desde aquellas islas. Nuestros agentes en Portugal se hallaban allí entregando un cargamento de vinos de Oporto. Prestamente despacharon una nave muy veloz para informarnos. Pero supimos algo más, algo que los marineros dijeron mientras comían y bebían en las tabernas: que en las islas de las Indias que el Almirante de la Mar Océano visitó, halló cosas maravillosas; oro, perlas, animales y aves extraños, pero lo importante para nosotros es que no encontró especias. Las islas que él visitó no tenían las especias que nosotros importamos. Por eso nuestra ruta es la única que permite, por el momento, el abastecimiento de especias.

—¡Cuantas cosas sabes, Elías! —comento David todavía asombrado.

—Por nuestros informantes sabemos mucho —continuó Elías Delmédigo en tono confidente—. Estos informes que te cuento son secretos, David. Júrame que no los contarás a nadie. Tenemos confianza en ti. Sabemos que eres de los nuestros y que nunca nos traicionarás. Nuestras familias y nuestro pueblo, que Dios los bendiga, necesitan de ti y de otros jóvenes como tu.

David juró solemnemente.

—Te contaré una nueva que nos llega de oriente, del imperio Turco: el sultán Bayaceto dice que los judíos son bienvenidos en su imperio. Algunos de los nuestros tienen confidentes en la Sublime Puerta, que así se llama el palacio de los sultanes. Nos cuentan que al enterarse de la expulsión de vosotros, mis hermanos, de los reinos españoles dijo: "¡Llamáis a Fernando rey sabio! ¿a él que empobreció a su país para enriquecer el mío?"

—¿Dices que somos bienvenidos en los dominios del Sultán turco?

—Así es.

—También acá en Florencia y en Nápoles somos bienvenidos.

—Como ya te he dicho, David, hay fuerzas en la cristiandad que son adversas a nosotros. Los frailes dominicos, de los cuales Torquemada era uno de sus priores en el convento de Ávila, soliviantan al populacho, ponen en contra nuestro al los pobres, luego a la nobleza y, finalmente los reyes y príncipes que nos protegen se ven obligados a actuar en nuestra contra. En muchos lugares nos hacen vestir ropa especial, en otros nos permiten vivir solamente en ciertos barrios y todo esto termina, lamentablemente, con la expulsión. De esta manera aconteció en Francia, en los principados tedescos, y en los reinos ingleses. Finalmente sucedió en España. Es posible, David, que algún día las repúblicas y los reinos de Italia actúen de igual manera con nosotros.

Hizo una pausa en su discurso, parecía tener dudas sobre si debía decir lo que estaba pensando. Pero luego de algunos instantes de silencio decidió continuar:

—Debes saber que en el convento de San Marcos, el Prior dominico, Savonarola, predica desde el púlpito, durante las misas de todos los domingos, en contra del gobierno de los Médicis. Dice que quebrantan constantemente la ley de Cristo, con sus lujos, sus comidas, las ropas ligeras de las mujeres que exhiben impúdicamente sus pechos en las fiestas. Condena los desenfrenos del carnaval, y, por supuesto, condena las herejías de los judíos admitidos por las familias de Florencia.

David se estremeció. Las palabras de Elías Delmédigo le traían a la mente retazos de conversaciones. Frases escuchadas durante su infancia, pronunciadas por su padre y otros judíos en las largas tardes de verano pasadas en el molino del Guadalquivir, mientras esperaban que la gran piedra circular entregara la molienda de sus cosechas.

—Tengo informaciones llegadas desde Francia —continuó Elías—, de que el rey Carlos ha decidido invadir Nápoles. Para ello sus ejércitos deben pasar por Florencia. Los Médicis no lo permiten por el momento. Para conseguir sus propósitos, el Rey de Francia está complotando con Savonarola y si logra sus fines, vendrán tiempos difíciles para los judíos en Florencia. Creo que los Médicis cederán.

—¿Piensas que siempre seremos perseguidos?

—Seremos perseguidos hasta el día que venga el Mesías. Como dice el profeta: "Hasta que troque las lanzas en arados..." Ese día cesarán nuestras persecuciones, cesarán las guerras y "el león dormirá al lado del cordero".

—¡Elías Delmédigo! ¿cuándo será ese día? —preguntó angustiado David.

—Isaac Abravanel dice que ese día está próximo, que los sufrimientos de nuestro pueblo son los dolores del parto antes de la venida del Mesías.

Elías Delmédigo quedó en silencio, contemplando la evolución de las pequeñas aves que se posaban sobre las ramas de los naranjos. Luego continuó:

—Yo pienso de manera diversa, creo que el día del Mesías está lejos, que nosotros no veremos ese día, que lo verán nuestros descendientes en épocas futuras, en un futuro que nosotros no podemos concebir. Pero creo firmemente en el Mesías, creo firmemente que vendrá cuando los hombres comprendan que pueden vivir en paz, sin hacerse daño los unos a los otros. Ese día será el día del Mesías.

—¿Qué podemos hacer nosotros, los que no veremos el día del Mesías?

El petirrojo dio un último salto a la fuente y luego voló muy alto, hacia el sol que se ponía.

 

 

 

La bailarina se contorneaba suavemente al son del tamborín. Todas las miradas estaban puestas en el cuerpo semidesnudo, cubierto apenas de velos de colores, que bailaba en el centro del salón de fiestas de la residencia Pacci. Con hábiles ademanes se quitaba lentamente los velos al ritmo de la música, descubriendo alguna nueva desnudez; luego se acercaba a la mesa principal y, con una mirada a los ojos, entregaba las sedas transparentes a los hombres que aplaudían alborozados.

David contemplaba el espectáculo perplejo. La danza lo excitaba. Apartó la vista de la esclava mora que continuaba con el baile sensual. Miró la magnificencia del salón de fiestas del palacio, rodeado de altas ventanas de cristales coloridos, iluminadas por las bujías de incontables candelabros que tornaban la noche en día. Cinco largas mesas rodeaban al salón. En la principal, sobre un estrado que dominaba todo el recinto, se encontraban los miembros de las familias Pacci y Médicis. Los hombres estaban vestidos con jubones ricamente bordados, de colores rojos y verdes. Las mujeres llevaban largos vestidos recamados en oro con anchas mangas adornadas de finos encajes. Lucían rostros que resaltaban por los esmerados afeites y pechos apenas ocultos por los generosos escotes. La cena había comenzado con platos elaborados con carne de jabalí, de faisán, y peces del Arno, y había finalizado con exquisitos postres y frutas de la campiña, todo regado con vinos de la toscana.

Cerca de la mesa principal, unos músicos tocaban estridentemente laudes y tamboriles. A lo largo de la sala se encontraban sentados los miembros más distinguidos de la sociedad florentina. A la derecha del estrado estaban los nobles de la ciudad. David distinguió allí a Pico de la Mirándola con sus hermanos y hermanas. En la mesa siguiente estaban los miembros de los gremios mayores, que rivalizaban en vestiduras y joyas con la nobleza. Por último, casi al fondo, se encontraban los cofrades de los oficios menores: médicos, abogados, pintores y escultores y también los mercaderes. David estaba en una de éstas últimas mesas con Elías Delmédigo.

La bailarina tiró su último velo y bailaba desnuda. David nunca había visto bailar desnuda a una mujer. Recordó fugazmente su encuentro con Luna durante el viaje al exilio: había sentido el cuerpo de la joven mujer contra el suyo, había acariciado los firmes pechos, pero no la había visto. Sintió renacer el deseo adormecido. La esclava finalizó la danza y escapó corriendo por una puerta lateral. Cesó el golpe rítmico y sensual del tamboril. Los músicos continuaron tocando una melodía suave. Entraron sirvientes trayendo algunos dulces y licores.

—Catalina Pacci te mira—, susurró Elías Delmédigo al oído de David.

—¿Quién es Catalina Pacci?

—Mira con disimulo en la mesa principal, la dama del vestido verde, muy escotado. ¡Mira con disimulo, David!

David miró la mesa principal, la dama de verde le devolvió la mirada con una sonrisa. David bajó los ojos y se ruborizó. Jamás lo había mirado una mujer de esa manera.

Catalina Pacci era bella, había pasado la treintena pero conservaba su hermosura en todo el esplendor que da la madurez.

—El hombre de cabellos blancos que está al lado de Catalina es el Conde Pacci —dijo Elías Delmédigo y luego continuó—: hace muchos años que están casados.

David vio como el Conde Pacci miraba con ojos fascinados al paje de cabellos rubios que le acercaba algunos dulces en una bandeja de oro. Los ojos de David cruzaron nuevamente la mirada de Catalina y esta vez se atrevió a sostenerla. Catalina esbozó una sonrisa, pero David no pudo responder.

—La Condesa está interesada en ti, David —afirmó Elías Delmédigo—. Le gustan los mozos jóvenes. Es muy caprichosa. Cuando algo se le pone en la cabeza lo consigue.

—¿Y el Conde?

—El conde persigue a los mancebos, David. Observa como le habla al paje rubio. Es Lucio Conti, hijo bastardo del Duque de Conti. Reside con la familia Pacci para aprender los refinamientos de la vida de Florencia. ¡Y veo que aprende rápido! —dijo con sarcasmo.

La música sonaba suavemente. La bailarina de los velos ya se había vestido con ropas a la usanza de oriente y, sentada en la mesa principal, abrazaba voluptuosamente a Piero de Médicis.

Piero de Médicis se puso de pie. Los músicos dejaron de tocar. Con un ademán se despidió de la concurrencia, tomó de la mano a la bailarina y desapareció tras unos pesados cortinados que conducían a alguna cámara del palacio. A continuación se retiraron los Pacci y el resto de la familia Médicis. Fue la señal para que los invitados comenzara a despedirse.

—Es hora de irnos, David —dijo Elías Delmédigo—. Tú puedes adelantarte. Yo tengo que hablar de algunos asuntos con Pico de la Mirándola. Nos veremos por la mañana.

David se encaminó hacia la salida, pensativo. No entendía bien lo que sucedía en los ambientes encumbrados de la ciudad. La fiesta le pareció descarriada. No conocía estas manifestaciones públicas de lascivia. Estas cosas no acontecían entre los judíos. ¿Tendría razón el dominico Savonarola cuando condenaba la vida licenciosa de Florencia? Descendió por la gran escalinata que conducía desde el salón de fiestas hasta el patio central del palacio Pacci. Los invitados bajaban en grupos, entre risas y comentarios sobre los asistentes. David caminó, en medio de la muchedumbre, por la galería que rodeaba al patio.

—Silencio —dijo una voz de mujer cerca de su oído.

David se sobresaltó. Una mano lo tomó imprevistamente del brazo y lo condujo detrás de los cortinados que disimulaban una puerta. Trató de liberarse pero la voz le dijo:

—No habléis. Mi ama desea veros.

David sintió curiosidad y temor.

—Ven —susurró la muchacha.

David apenas podía distinguir en la oscuridad el rostro de la mujer. La mano, que no lo soltaba, lo conducía por pasadizos ocultos entre las paredes del palacio. Anduvieron algunos minutos en la oscuridad, alumbrados cada tanto solamente por el resplandor que se filtraba por agujeros hábilmente construidos en lo alto de las paredes o los techos. La muchacha encontraba perfectamente el camino pese a la penumbra. Subieron largos tramos de escaleras de piedra con pequeñas troneras por las que David distinguió el exterior iluminado por la claridad de la luna. Luego de algunos minutos de marcha por lo que parecía ser un piso alto, la muchacha se detuvo ente una pequeña puerta. Dio dos golpes y luego agregó tres más en forma rápida, de una manera que a David le pareció que era una clave. Esperaron en silencio. La puerta se abrió. En el centro del la cámara, profusamente iluminada, estaba Catalina Pacci, desnuda.






Capítulo II



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