Parte II




Capítulo II


Florencia, 20 de octubre de 1493.

—Con Aristóteles, Platón, Virgilio y Petrarca, los prelados llenan los oídos de los fieles, y no se ocupan de la salud de las almas. ¿Por qué, en lugar de tantos libros, no exponen solamente aquel en el que está La Ley y el Espíritu de la vida? El Evangelio, cristianos, es necesario llevarlo siempre consigo, no digo llevar el libro, solamente Su Espíritu. Porque si tu no tienes el espíritu de la gracia, pero llevas entero el volumen, no te servirá de nada. La caridad no está en los papeles. El verdadero libro de Cristo son los Apóstoles y los Santos; la verdadera lectura está en imitar la vida de ellos. Pero el libro de los hombres de hoy es el libro del diablo. Hablamos contra la soberbia y la ambición y estamos inmersos en ellas hasta los ojos; predicamos la castidad y tenemos la concubina; ordenamos ayunos y queremos vivir espléndidamente. Estos son libros disolutos, libros falsos, malos libros inspirados por el diablo, porque eso sólo puede ser escrito por su malicia. Estos prelados alardean de dignidad pero desprecian a los demás; quieren ser reverenciados y temidos; son los que buscan los primeros asientos en las sinagogas, los primeros púlpitos de Italia. Son los que por la mañana, caminando por la plaza, desean ser saludados, ser llamados maestro o rabí…

La voz de Savonarola retumbaba contra las piedras de la iglesia de San Marco. La muchedumbre escuchaba en silencio, de pie, en grupos. Las familias encumbradas estaban sentadas en los escasos bancos próximos al altar. David, sentado en uno de los últimos, cerca de los portales, junto a Pico de la Mirándola, atendía absorto. Pico le había dicho algunos días atrás: "debes escuchar algún sermón de Savonarola, el próximo domingo vendrás a la iglesia. Yo te llevaré"

—…los príncipes de Italia —continuaba el monje—, estos malos príncipes son mandados para castigar los pecados de sus súbditos; ellos son una trampa para las almas: sus palacios y las cortes son el refugio de todos los animales y monstruos de la tierra, de todas las malas pasiones. Allí están los consejeros que estudian siempre nuevos tributos que succionan la sangre al pueblo. Allí están los filósofos y los poetas aduladores, quienes, con miles de fábulas y brillos, hacen comenzar desde Dios la genealogía de estos príncipes malvados; pero, los que son peores allí son los religiosos que siguen el mismo estilo.

Hizo una pausa en su sermón y con un ademán abarcó a todo su auditorio:

—Ésta, mis hermanos, es la ciudad de Babilonia, la ciudad de los impíos, la ciudad que el Señor quiere destruir.

Se escuchó el murmullo de la muchedumbre. David estaba impresionado por estas palabras y por la influencia que parecían tener sobre el pueblo. Creyó que contenían ideas que ya había escuchado antes. Recordó la fiesta del conde Pacci, la noche en que conoció a Catalina: Savonarola tenía razón.

—…nuestra iglesia tiene por fuera muchas bellas ceremonias y solemnes oficios eclesiásticos, bellas vestiduras de los oficiantes, candelabros de oro y plata, y tantos cálices que son una majestad. —Savonarola hizo una pausa, miró hacia la imagen de Cristo en la cruz y dirigiéndose a él continuo—: Tú ves aquellos grandes prelados con hermosas mitras de oro y piedras preciosas, Tú los ves cantar bellas vísperas y misas; entonces, con tantas bellas ceremonias, con tanto órgano y cantores, Tú estas pasmado…

David lo estaba. Nunca había escuchado que en un sermón se atacara de esta manera al clero establecido. Miró con un gesto de interrogación a Pico de la Mirándola. Éste hizo una seña que significaba: "ya te explicaré".

—…y los primeros prelados eran pobres comparados con estos modernos —continuó implacable Savonarola—. No tenían entonces tanta mitra de oro ni tantos cálices, y, aunque algunos de ellos tuvieran cálices, los fundirían para atender las necesidades de los pobres: ahora nuestros prelados obtienen los cálices de lo que es de los pobres, parece que sin ellos no pueden vivir. ¿Pero sabes Tú qué es lo que yo te quiero decir? En la primitiva Iglesia los cálices eran de madera y los prelados de oro; hoy, la iglesia tiene los cálices de oro y los prelados de madera. Así han introducido entre nosotros la fiesta del diablo. ¡Ellos no creen en Dios y se mofan de los misterios de nuestra religión! ¡Qué haces Tú entonces, Señor! ¿Por qué duermes? ¡Levántate, ven a liberar tu Iglesia de las manos del diablo, de las manos de los tiranos, de las manos de los malos prelados. ¿Te has olvidado de tu Iglesia? ¿Ya no la amas? Nos hemos convertido en el oprobio del mundo: los Turcos son patrones de Constantinopla; hemos perdido el Asia; hemos perdido Grecia; allí somos tributarios de los infieles. Oh Señor Dios, acelera la pena y el flagelo porque presto retornaremos a Ti…

David recordó, por algún motivo que en ese momento no podía explicar, los argumentos de Isaac Abravanel sobre los motivos de la expulsión.

—…No se escandalicen, mis hermanos, de estas palabras; pero, cuando veis que los buenos desean el flagelo, es por que desean que de esta forma sea saciado el mal, y que prospere en el mundo el reino de Jesucristo bendito. A nosotros no nos queda más que esperar que La Espada del Señor se llegue pronto a la tierra.






Capítulo III



Volver a Indice