Parte I




Capítulo XV


El Mediterráneo, 12 de agosto de 1492.

Las galeras habían partido del puerto de Valencia antes del alba impulsadas por el viento del norte, fresco, fuerte, que las hacía avanzar a buena velocidad en dirección a Mallorca. Llegarían a la isla a última hora de la tarde. El Capitán estimaba que el viento iba a calmarse por la noche y luego soplaría nuevamente del sur, hacia Barcelona, próxima escala del viaje. El mar seguía agitado luego de la tormenta, pero las aguas, antes embravecidas, comenzaban lentamente a aquietarse.

Dos nuevos pasajeros viajaban en la galera: Esther Franco y su pequeño hijito. Isaac Abravanel había concedido a la muchacha la posibilidad de acompañarlos hasta Nápoles. Ella quedaría al servicio de la familia hasta la llegada al puerto a cambio del pasaje y la comida. Esa primera mañana a bordo, Esther Franco se sintió descompuesta por el movimiento del barco y permaneció acostada en el camastro al cuidado de Bienvenida Abravanel y Déborah, las mujeres jóvenes de la familia.

David, luego de almorzar, se dirigió al castillo de proa donde los guardias y algunos marineros jugaban a los naipes. Estuvo toda la tarde mirando la partida junto con su amigo Giovanni. El viento se fue calmando a medida que se acercaban a la isla y, cuando la costa estaba a la vista, iluminada por el sol poniente, cesó por completo. Las galeras se encontraron detenidas; las velas colgaban flojas; la marejada, todavía fuerte, hacía que las naves se bambolearan. El Capitán, parado en la toldilla de popa, miraba hacia el sur buscando las señales de vientos favorables.

Cuando salió la primera estrella, todos los pasajeros se acostaron sin comer, mareados por el movimiento de la nave. David no se mareaba a bordo, había puesto en práctica el consejo que le habían dado en su primer día de navegación: "mirar siempre un punto fijo en el horizonte". Fue el único que comió algunos bollos que le había alcanzado Sara con semblante descompuesto, diciendo:

—¡Así vivas tú, David! ¡En el nombre de Dios! ¿Cómo puedes comer estos bollos con este menearse del barco? ¡Come tú, que yo bajo a mi cámara!

David se recostó en cubierta sobre un atado de cuerdas. Contempló el cielo. La luna no había salido. Vio infinitas estrellas en la noche fresca y sintió la inmensidad del universo, el misterio de la creación, la pequeñez de las criaturas ante Él. Sintió la presencia de Dios.

—Mira la Estrella Polar —dijo Giovanni, que se apoyaba contra la borda, señalando con el dedo hacia un punto brillante en el cielo—. Ahora, cuando comience a soplar el viento, navegaremos hacia el norte. El Capitán guiará su rumbo mediante esa estrella.

Y Giovanni continuó señalando las constelaciones: la Osa Mayor y la Osa Menor, Águila y Andrómeda; luego nombró las distintas estrellas: Sirio, Vega, Alfa Centauro y Aldebarán. Las diferenció a los planetas: Marte, Júpiter y Saturno, y, con paciencia, le fue enseñando a su amigo a reconocer las maravillas del cielo nocturno.

Repentinamente Giovanni se incorporó, asomó la cabeza sobre la borda y permaneció algunos instantes expectante.

—Sientes el viento, David.

—No siento nada.

—Incorpórate y mira hacia allá. No te muevas. ¿No sientes un suave soplillo en la cara?

David no sentía nada. Pasó un minuto.

—Sí. Ahora siento como un aliento en la cara.

—Es el viento sur.

Comenzó el trabajo sobre cubierta. Los marineros, siguiendo las órdenes del Capitán, establecieron las velas que se hincharon con la brisa cálida impulsando la galera a buena velocidad hacia el norte, hacia la Estrella Polar.

 

 

 

El mar estaba surcado por largas olas sin rompiente que la galera remontaba hasta llegar a la cresta y luego bajaba cortando las aguas a mayor velocidad. David estuvo toda la mañana contemplando la maravilla de este subir y bajar de olas que se sucedía en una cadencia que duraba varios minutos. Miraba el mar de pié sobre la toldilla, al lado del timonel, quién compensaba hábilmente las desviaciones del rumbo con oportunos golpes de timón.

El calor del mediodía llevó a David de Córdova a buscar la sombra de la cubierta de los galeotes. Los prisioneros, amarrados a sus bancos, descansaban. Oyó voces que provenían de la proa, que parecían ser del habla de Castilla. David se acercó al lugar cuidando de no tropezar en la media luz con algún galeote dormido sobre el piso y comenzó a escuchar la conversación con creciente interés.

—¡Alá es Dios y Mahoma es el profeta! —exclamó uno de los galeotes que se encontraba recostado contra la plancha de estribor en el segundo banco—. ¡Dios es Uno!

David vio al hombre que hablaba a la luz de una claraboya. Era de mediana edad y pronunciaba el castellano con fuerte acento moro, tenía la barba entrecana bastante crecida y penetrantes ojos oscuros.

—Sobre este aspecto de la divinidad, estoy de acuerdo con vos, Abú Alí—, afirmó el galeote que se encontraba sentado en el tercer banco.

—¡Dios es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, Jesucristo es el Mesías, Hijo de la Virgen María —terció otro galeote, delgado, con el cabello oscuro y la barba negra recortada en punta, que estaba amarrado al primer banco.

David llegó al final del pasillo donde estaban encadenados los galeotes y se sentó en la escalera que comunicaba con la cubierta de proa. Se respiraba allí un aire más puro que el del encierro de los prisioneros y podía escuchar con mayor tranquilidad. La disputa continuaba:

—Nosotros sufrimos la derrota de Granada porque Alá así lo quiso. Todo está escrito. Yo fui tomado prisionero en la ciudad de Ronda, donde nací. Mis padres comerciaban lanas y dátiles que compraban en África y vendían en Sevilla. Yo fui con ellos muchas veces a esa gran ciudad. Mercábamos con los cristianos y con los judíos. Cuando vuestros reyes sitiaron Ronda, padecimos hambre. Veíamos las provisiones acopiadas para los caballeros cristianos mientras nuestras mujeres y nuestros hijos no tenían qué comer. Murieron muchos familiares y amigos. Yo combatí con la espada de Alá en batallas y escaramuzas hasta que finalmente nos rendimos. Fui tomado prisionero y heme aquí, condenado a galeras.

—Tu historia es una prueba más de la verdad de Cristo —intervino el galeote del primer banco—. Cristo acompaño a nuestros soldados y los llevó a la victoria. Cristo inspiró a nuestros reyes para expulsar a los judíos y perseguir a los marranos como vos, Isaías Abulafia.

El judío tuvo un ademán de abalanzarse sobre el hombre de la barba puntiaguda que hablaba con una sonrisa burlona. Las cadenas y las manos de su compañero de banco se lo impidieron. David contempló al joven que sujetaba a Isaías Abulafia, por sus rasgos lo identificó como algún pariente, tal vez el hijo. Tenía el cabello negro y la barba redondeada le enmarcaba un rostro curtido por el sol y el agua salada.

—¡Aarón, quédate quieto! ¡Yo se defenderme! —Dijo Isaías Abulafia.

Luego, todavía enfurecido, agregó:

—¡Vosotros nos obligasteis! Mi familia fue forzada a convertirse al Cristianismo durante los tumultos de Sevilla del año de 1391. Mi abuelo nos contaba esa historia. Los cristianos entraron en nuestro barrio al grito de "conversión o muerte". Muchos murieron, otros se escaparon y algunos nos convertimos al cristianismo, pero lo hicimos por fuera, por dentro seguimos siendo judíos. Asistíamos a misa y hacíamos las procesiones públicas, pero en casa, en nuestra intimidad, con los nuestros, obedecíamos la Ley de Moisés. Festejábamos las pascuas que es una fiesta de alegría. Respetábamos el sábado y ayunábamos en Kipur. ¡No se puede obligar a un hombre a convertirse por la fuerza! —terminó Isaías, mas calmado.

—España ahora es una por la Fe en Cristo. ¡Un sólo reino, un sólo pueblo, una sola religión!

—Hablas así, Gonzalo de Mendoza, porque crees que Cristo os dio la victoria en El Andaluz, pero Alá es fuerte. La espada de Mahoma logró la victoria en Ishtambul, la ciudad que vosotros llamabais Constantinopla. Cayó un imperio cristiano mas vasto que Granada. Hoy los ejércitos del Profeta avanzan cerca de la orgullosa Venecia. El Sultán prepara hombres, armas y galeras para derrotar a los infieles y someter a Roma y al mismo Papa.

—La verdad de Dios no puede ser demostrada por las armas. La verdad de Dios está en las escrituras. Yaveh es único, es el Dios de Abraham, el Dios de Moisés y el Dios de David —dijo Isaías con vehemencia. Continuó dirigiéndose a Abú Alí—: nosotros descendemos de Jacob, y vosotros de Ismael. ¡Todos somos hijos de Abraham! ¡Todos creemos en el mismo Dios!

—¡Pero Mahoma es el Profeta! —exclamó Alí con un grito—. Está escrito en el libro, en El Corán: "La espada de Mahoma conquistará a los infieles."

—Vosotros, los infieles a Cristo, no aceptáis vuestras propias escrituras, no reconocéis que Cristo es el Mesías. Seguís esperando con los ojos vendados. Cristo vino a este mundo para traer la salvación de las almas. Los infieles arderán en el infierno el día del juicio final. Temed el juicio del Señor —sentenció Mendoza.

—Si Cristo es Dios y vos sois tan fiel cristiano, ¿por qué vuestros tan queridos Reyes os han condenado a galeras, Gonzalo de Mendoza? —interrogó con sarcasmo Abú Alí.

—Vosotros estáis condenados de por vida a servir en las Galeras, hasta que vuestros huesos se pudran, hasta que un día os tiren al mar y os coman las alimañas del fondo —dijo Mendoza—. Yo fui condenado a dos años de galeras por un delito menor, un delito de faldas con una de las hijas del Capitán de los ejércitos de Granada. Saldré pronto de acá y ingresaré a la Orden de los Dominicos. Lucharé contra la herejía judía. Las capitulaciones de Granada fueron generosas con vosotros, los moros, pero esperad, ya ajustamos cuentas con los judíos. Ahora la Inquisición terminará con los marranos y pronto nos ocuparemos de los moros de España.

—¿Por qué siempre habláis vosotros de luchas y batallas? ¿Por qué no habláis de amor y justicia? Vosotros, moros y cristianos, ¿por qué no habláis de paz? Ajustar cuentas decís ¿qué hicimos los judíos para que nos persigáis? —interrogó Isaías.

Las respuestas se superpusieron y a David le costó distinguirlas.

—¡Alá es uno! —exclamó Abú Alí.

—¡Vosotros habéis matado a Cristo! —gritó con furor Mendoza.

Isaías comenzó a responder con el argumento de que los judíos de Sevilla habitaban allí antes de la muerte de Cristo, y que por ello no tenían nada que ver con deicidio invocado por los cristianos, cuando un golpe de tambor acalló las conversaciones. El cómitre descendió las escaleras apartando bruscamente a David, como si no existiera, y dando un par de latigazos al piso anunció que pronto habría trabajo para los galeotes. Ordenó a los prisioneros que abrieran las escotillas por las que pasaban los remos. Penetró por ellas una corriente de aire marino que alejó el olor a encierro y purificó el ambiente.

David subió a cubierta donde marineros y grumetes preparaban para arriar las velas. El sol se ponía en un cielo sin nubes detrás de las colinas de Barcelona.







Capítulo XVI



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