Parte I




Capítulo XVI


Córdoba, 15 de junio de 1492.

Cerca del altar mayor, Meir Melamed contemplaba la inmensa nave de la Catedral de Córdoba. Vio el bosque de columnas de mármol de diferentes colores, rematados en arcos moriscos, que sostenían los techos. El altar había sido agregado a la antigua mezquita por los cristianos luego de la toma de Córdoba; era tosco, pesado, y contrastaba con la levedad y la gracia de la construcción mora. Frente a él, del otro lado del altar, estaban sentados el Rey Fernando y la Reina Isabel, rodeados de algunos notables del reino. Distinguió al capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, al inquisidor Torquemada, al tesorero de Aragón, Luis de Santángel, al Obispo de Zaragoza. Más allá del altar se encontraban los soldados que habían conquistado Granada, los frailes dominicos y todos los habitantes de la ciudad que pudieron entrar en el templo. Oficiaba la misa el Cardenal Mendoza, obispo de Toledo.

Meir Melamed tenía calor. El aire del verano andaluz y la inquieta muchedumbre que llenaba la Catedral hacían subir la temperatura del templo de una manera que no podía soportar. Estaba incómodo con sus nuevas vestiduras a la usanza de los cristianos. El pesado jubón adornado de pieles y las gruesas botas de cuero, altas hasta las rodillas, le molestaban; extrañaba las amplias túnicas judías y a las frescas sandalias que usaba en verano. Sintió todas las miradas puestas en él. Una gota de sudor le corrió por la frente. Vio a su lado la querida presencia de Abraham Señor, su suegro, ataviado con las lujosas vestiduras que estaban de moda entre los caballeros. A pesar de que el rabino ya había pasado los ochenta años, su rostro parecía distendido, no lo afectaban el calor ni la muchedumbre.

Meir Melamed miró a su esposa, tenía el ceño fruncido y parecía incómoda en sus nuevos vestidos, con la mirada perdida en el bosque de columnas, alejada de la ceremonia que se estaba desarrollando en la Catedral, como si no le sucediera a ella. Tampoco prestaba atención a sus hijos mas pequeños que se tomaban de la falda de terciopelo verde, aburridos.

El Cardenal Mendoza, dándose unos golpecitos en el pecho, continuaba la misa:

—Agnus Dei, qui tólls peccáta mundi, miserére nobis…

Meir Melamed no entendía mas que algunas palabras: mundi, Dei, amen. Debería aprender latín para comenzar su vida de cristiano. Le interesaba conocer la misa y los ritos de la iglesia. Eran ritos diferentes de aquellos a los que estaba acostumbrado. Le llamaba la atención que las mujeres estuvieran en el templo junto a los hombres. En las sinagogas no se lo permitía, sólo podían seguir la ceremonia desde un balcón, separadas.

—Dómine Jesu Christe, qui dixisti Apóstolis tuis…

Estaba contento de su conversión. Los cristianos lo habían acogido en su seno con amor. Hoy era un día de fiesta para la cristiandad. Se convertía Abraham Señor, el Rabino principal de España, y toda su familia. Era una nueva victoria de Cristo sobre los infieles, comparable a la toma de la ciudad de Granada, a la unión de los reinos de Castilla y Aragón.

—Corpus Dómini nostri Jesu Christi…

Se sentía aliviado, y ese alivio provenía de la determinación que había tomado la familia ante el Edicto de Expulsión. Ya no sería un extranjero en su propia tierra, en su ciudad. Los cristianos lo respetarían, podría vestirse con ropas de caballero, ser Consejero del Reino, vivir en la corte. Sus hijos podrían ser militares u obispos. El único peligro era la Inquisición, pero el peligro era para los que judaizaban en secreto, no para los que como él, se convertían de verdad, de corazón.

—Dómine, non sun dignus ut intres sub tectum meum: sed tantum dic verbo et sanábitur ánima mea.

El cardenal Mendoza se acercó a los reyes que se encontraban de rodillas y les administró la comunión colocándoles la hostia entre los labios. Los reyes besaron el anillo del Cardenal. Luego, Mendoza repitió la misma ceremonia con Torquemada y los grandes del reino.

Todos hicieron la señal de la cruz y Meir Melamed también la hizo, pero el suyo no fue un movimiento automático como el de los demás cristianos, sino que tuvo que pensar para qué lado llevar las manos primero: ¿a la derecha o a la izquierda? Algún día sería un gesto espontaneo.

El cardenal se acercó a los judíos y con un ademán les indicó que se arrodillaran. De una jarra de oro, que le alcanzó un oficiante, roció a Abraham Señor con algunas gotas del agua bendecida y dijo:

—Yo te bautizo, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, con el nombre de Fernando Nuñez Coronel.

Luego se acercó a Meir Melamed y dijo:

—Yo te bautizo, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, con el nombre de Fernando Pérez Coronel.

El Cardenal Mendoza repitió igual ceremonia con los miembros de toda la familia, y de otros judíos de Andalucía que optaron por la conversión.

luego continuó:

—In princípio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum…

Ya estaba hecho. Ahora formaban parte de una nueva comunidad, Meir Melamed… ¡Pues no! Ahora era Fernando Pérez Coronel, no acababa de acostumbrarse, pero sentía su identidad con esa muchedumbre fervorosa.

—…a Patre, plenumgráiae et veritátis. —Terminó la misa el Cardenal Mendoza.

—Deo gratias —contestó a coro la congregación.

Las campanas de la Catedral de Córdoba comenzaron a doblar y la muchedumbre lanzó una exclamación de triunfo, como al ganar una batalla.

Y las campanas de todas las iglesias de la ciudad respondieron en un coro metálico que llenó el aire de Córdoba de mágicos sones.







Capítulo XVII



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