Parte I




Capítulo XIV


Córdoba, 1 de mayo de 1492.

La Calle de las Flores estaba a cien pasos de la Catedral de Córdoba, en el centro del barrio judío. Era estrecha, empedrada, tan estrecha que por ella no pasaban carruajes. Las casas tenían dos pisos, con frentes blanqueados a la cal, balcones enrejados y ventanas de velos misteriosos, que protegían los secretos interiores del bullicio de la callejuela. De las paredes de los frentes colgaban macetas rojas, desbordantes de geranios y azahares en esa primavera de Andalucía.

Por un portal de rejas, que permitía entrever un patio donde limoneros y helechos ocultaban una pequeña fuente, se entraba a la casa de la familia Córdova. En el pórtico había una mezuzá de plata artísticamente labrada que contenía en su interior una oración escrita en pergamino. El patio estaba pavimentado con piedritas blancas y negras que formaban figuras geométricas. Una galería de columnas moriscas defendía las habitaciones del sol calcinante del verano andaluz. En el piso superior, los dormitorios se abrían a una terraza que rodeaba al patio por sus cuatro lados con una baranda de madera.

Muchico, David, y el tío Moché llegaron a la casa mientras Sara estaba en la cocina preparando mazapán.

Cuando Sara escuchó el ruido que hizo la reja del portón al abrirse corrió hacia la puerta limpiándose en el delantal los restos de azúcar y almendra que había en sus manos.

—¡Moché! —gritó—. ¿Has escuchado el pregón? ¿Es la mala nueva que esperábamos?

—Ven a la sala, mujer, y allí hablaremos —exclamó Moché.

A la sala se entraba por una gran puerta de madera que se abría al patio. Una larga mesa rodeada de sillas y dos aparadores, donde se guardaba la loza, eran el sobrio mobiliario de la habitación. La ventana, protegida por rejas de hierro, daba a la Calle de las Flores. Por ella se veía la torre de la Catedral enmarcada entre las paredes de las casas vecinas. Otra ventana, abierta al patio, dejaba entrar un aire fresco, íntimo, con aroma a jazmín y humedad. Los varones, seguidos por Sara, ingresaron al cuarto y se sentaron alrededor de la mesa.

Sara ya temía lo peor cuando vio las vestiduras rasgadas de los hombres, pidió a Moché:

—¡Cuéntame!

—¡Es el Edicto de Expulsión! ¡Isaac Abravanel no tuvo fortuna ante los Reyes! ¡Es el fin de nuestros días en España! Nos expulsan de todos los reinos. De Castilla, de Aragón, de Granada. Nos conceden tres meses para preparar la partida, Sara.

—¡David! ¡Así vivas tú! Ve y busca a tu padre que está en el molino y dile que venga —dijo Sara.

Luego, con voz cercana al llanto, preguntó:

—¿Qué vamos a hacer, Moché?

 

 

 

¿Qué vamos a hacer? La pregunta la formularon en ese día, primero de mayo del año de Nuestro Señor Jesucristo de mil cuatrocientos noventa y dos, las bocas de muchas madres judías, de hijas, de hermanas. ¿Qué vamos a hacer? Y entonces yo veo a mi abuela, en la cocina de la vieja casona del porteño barrio de Colegiales, con su cabello gris, con su delantal; la veo preparando mazapán, usando la misma receta con que Sara preparaba sus confituras el día que conoció la infausta noticia. Y veo a todas las mujeres judías de España que ese día hicieron la pregunta. Y la pregunta se repite como eco que resuena a lo largo y a lo ancho de la Península. España la amada ¿Qué vamos a hacer? España la tolerante ¿Qué vamos a hacer? España de las tres religiones. ¿Qué vamos a hacer? La veo a Sara haciendo la pregunta a Moché, sabiendo que no había respuestas, en esa casa de la callejuela de Córdoba —que ahora forma parte del itinerario de los turistas— en la que un día, cuando yo caminaba por las tiendas de antiguallas del lugar, en una vitrina repleta de los más diversos objetos, encontré una mezuzá de plata con el pergamino intacto en su interior, y pensé que pertenecería a alguna familia judía, que habría estado clavado en alguno de los portales del antiguo barrio, en alguna de las casas como las que yo contemplaba en ese momento. La mezuzá estaba allí en la vitrina, olvidada, esperando, inanimado testigo de la tragedia. Hoy guardo a la mezuzá como tesoro, porque alguien, hace mucho tiempo, escribió en el pergamino la oración al Dios único que todavía conserva en su interior. Es "El Shemá", que dice:

"Oye, Israel: el Eterno, nuestro Dios, el Eterno es uno. Amarás al Eterno, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu fuerza. Estas palabras que yo te ordeno hoy estarán sobre tu corazón: las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas al estar en tu casa y al andar en el camino, al acostarte y al levantarte. Las atarás por señal sobre tu mano, y serán por frontales entre tus ojos. Las escribirás sobre las jambas de tu casa, y en tus portales."







Capítulo XV



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