Parte I


Capítulo X


Granada, 12 de abril de 1492.

La frescura del bosque alivió a Isaac Abravanel del sol vertical del mediodía. Bajaba hacia el campamento de Santa Fe por la vereda de la Alhambra, abatido, como si llevara a cuestas el peso milenario de todo su pueblo. Sentía el cansancio de una lucha de infinitos combates. No podía creer lo que había sucedido pocos minutos antes en el Salón de los Embajadores. Era una calamidad mayor para su pueblo. Como la del exilio en Babilonia, como la destrucción del Segundo Templo por los romanos. Y era él, Isaac Abravanel, el que sabía, el único de su pueblo que sabía la negativa de los Reyes. Bajaba de la Colina de la Alhambra como Moisés bajó del monte Sinaí, pero en vez de llevar las Tablas de la Ley, llevaba la triste noticia de la expulsión. No podía oír el canto del arroyo que refrescaba el comienzo de la tarde; no podía alegrarse con el paisaje que veía entre los árboles, ni soportar más tiempo el peso de la tragedia; no podía pensar en un remedio para su pueblo, ante la categórica negativa de los Reyes. Había comprobado personalmente la tremenda influencia de Torquemada. Iba a la casa de Abraham Señor a contarle las nefastas nuevas.





A la Barraca de Abastecimientos del Reino, en el campamento de Santa Fe, se ingresaba por un gran portón que daba a la Plaza Mayor por donde entraban todos las vituallas, pertrechos y armas que necesitaban las tropas. Allí tenían su cuartel general Abraham Señor e Isaac Abravanel, Abastecedores Reales. Esta casa, como todo el campamento, había sido construida hacía poco mas de un año, con ladrillos blanqueados y tejas rosadas, luego del incendio que arrasó con las tiendas del primer asentamiento del Ejército de la Reconquista. Las habían hecho así, de material, a sugerencia de Abraham Señor, para que los moros supieran que los Reyes Cristianos habían venido a Granada para quedarse. Las carretas ingresaban por el gran portón a un patio, al que se abrían las ventanas de las habitaciones, y, atravesando un arco, se llegaba a otro patio donde estaban las cuadras del personal, los depósitos y los cuartos donde trabajaban los escribientes que llevaban las cuentas de los gastos del ejército

Dos palafreneros sujetaron el caballo de Abravanel cuando ingresó al galope en el patio. Al detener la marcha se dio cuenta de la velocidad con la que había descendido la cuesta de la Alhambra. Entró al salón donde se encontró con Abraham Señor que conversaba con Meir Melamed, su yerno.

—¡Así vivas tú, malas noticias traes, Isaac Abravanel! —exclamó Abraham Señor al ver el rostro demudado de su amigo—. ¿Qué sucedió en el palacio? ¡Meir, busca a los demás para que escuchen a Isaac!

Abraham Señor se sentó pesadamente en la cabecera de la mesa. El cabello y la larga barba blanca confirmaban su aspecto de patriarca. A los ochenta años era el Rabino Supremo de España. Había trabajado junto a los Reyes Fernando e Isabel desde antes de que ellos celebrasen el matrimonio que unió a la Península. No necesitaba escuchar las palabras de Isaac Abravanel para intuir lo que había pasado. Conocía muy bien a los Reyes y a Torquemada, y sabía que los judíos habían perdido la partida.

Exhausto, Isaac Abravanel se había sentado a la derecha de Abraham Señor. Luego fueron llegando los demás: Jacob Abravanel, Salomón de Córdova y Judah Abravanel, el médico, y tomaron asiento en derredor de la mesa. Por último regresó Meir Melamed cerrando las grandes puertas tras sí para no dejar pasar el calor de la tarde y el bullicio del patio.

—Isaac, cuenta lo que sucedió durante la audiencia con los Reyes —ordenó Abraham Señor.

Y entonces contó cómo había suplicado al Rey Fernando y a la Reina Isabel, cómo había usado todos los argumentos que había pensado durante muchos días, cómo había llegado casi a convencer al Rey para que derogue el Edicto de Expulsión. Contó la intempestiva entrada de Torquemada al Salón de los Embajadores, el argumento del crucifijo y los treinta dineros que había utilizado para volcar a los Reyes a su favor.

A medida que exponía lo sucedido en el palacio, los rostros de los judíos congregados a la mesa palidecían. Concluyó el relato y en la sala se hizo un silencio de sepulcro.

—¡No puede ser cierto! —exclamó Judah Abravanel, quebrando ese silencio que los envolvía—. ¡No lo puedo creer! —gritó con la vehemencia de la juventud.

Comenzaban a tener conocimiento de la tragedia que caería sobre ellos. Entonces todos hablaron al mismo tiempo. Se mezclaron las voces en un torrente de palabras que nadie comprendió, hasta que la voz potente de Jacob Abravanel, el hermano menor, se sobrepuso a las demás con una pregunta que resumía lo que todos querían decir:

—¿Qué podemos hacer?

Todos se miraron y hubo un nuevo silencio.

—Tenemos que insistir nuevamente con los Reyes —sentenció Meir Melamed—. Deberíamos pedir audiencia para una comitiva de notables encabezados por Abraham Señor como Rabino Mayor de España. Si concurrimos en un grupo importante tal vez podamos hacer cambiar la decisión de los Reyes. —Podremos hablar con Luis de Santángel —dijo Salomón de Córdova—. Tiene gran influencia con el Rey Fernando. Es un converso. Sabrá comprender lo que sucede con los que hasta hace poco fueron de su pueblo.

—También podemos convertirnos, como hicieron los Santángel, los de la Caballería, y tantos otros —sugirió Meir Melamed—. De esta manera salvaremos nuestros bienes y nuestras propiedades. Salmón, el molino hace cuatro siglos que pertenece a tu familia, no puedes perderlo.

—Los bienes materiales no son nada sin la fe —respondió Salomón de Córdova—. ¡Quiero que mis hijos vivan en la ley de Moisés! ¡Nunca me convertiré!

—¡No convenceremos a los Reyes! —terció Isaac Abravanel tratando se calmar los ánimos de los mas jóvenes—. Debemos pensar seriamente en emigrar. La decisión de mantener el Edicto de Expulsión es muy firme. Yo estuve con los Reyes. ¡No creo que vuelvan atrás!

—¿Pero dónde podemos emigrar? —preguntó Jacob Abravanel—. La tierra de Israel está ocupada por los turcos que no dejan asentar a los judíos. Inglaterra, Francia y de los Principados Germanos no podemos esperar nada. Han expulsado a sus judíos y no nos acogerán.

—Nos queda Portugal y el reino de Nápoles —respondió Isaac Abravanel—. También podremos refugiarnos en tierras musulmanas del norte de África.

—Pero ¿qué haremos con nuestros bienes? —insistió Meir Melamed—. Todo lo que tenemos, todo el trabajo de generaciones, nuestras casas, los molinos y las tejedurías, todas nuestras industrias las hemos de perder. ¿Qué pasará con las sinagogas? ¿Qué pasará con los cementerios? ¿Quién velará por todos nuestros muertos enterrados en la península?

Se hizo silencio en la sala. No había respuestas a estas preguntas.

Abraham Señor había permanecido sin decir palabra durante el debate. Luego comenzó a hablar en un tono suave, en voz baja, de tal manera que todos se inclinaron hacia adelante para oírlo.

—He escuchado vuestras palabras. Las esferas del cielo nos dicen que la suerte de nuestro pueblo pasará por tiempos difíciles, arduos, tan arduos que debemos aprovechar todos los modos de persuasión. Debemos realizar todas las acciones que habéis propuesto en esta reunión. Son actos para nuestra defensa, para la protección de nuestros bienes, de nuestros patrimonios, de nuestras vidas y las vidas de nuestros hijos. No debemos optar por una sola forma de actuar sino usar todas ellas. ¡Hasta la conversión!

Había subido el tono de su discurso y esta última frase la dijo en un grito.

Nuevo silencio. Una pregunta que nadie se atrevía a formular, rondaba la mente de los asistentes: "¿Nuestro Rabino hablando de la posibilidad de conversión? ¿Qué anunciarían estos tiempos?"

Abraham Señor miró a todos los presentes, como si adivinara las cuestiones reflejadas en los rostros, y continuó:

—Lo importante es que nuestro pueblo sobreviva. Tenemos que usar todas las armas en esta lucha. Hablaré con Luis de Santángel, tal vez pueda influir ante los Reyes. También debemos estudiar los reinos a los que podremos emigrar. Debemos enviar emisarios urgentes a Portugal y a Nápoles para ver en qué condiciones nos recibirán. Tenemos que amparar nuestros bienes y patrimonios. Mucho se perderá, pero tenemos que conservar algo con lo que comenzar una nueva vida en otro sitio. Hay que reservar dineros para proteger a las viudas, a los huérfanos, para rescatar cautivos. Alguien se tiene que quedar cuidando lo nuestro, nuestras sinagogas, nuestros cementerios, alguien tiene que comprar lo que tengamos que malvender, alguien tiene que custodiar los dineros que no podemos llevar. Pero para quedarse hay que convertirse al Cristianismo. Yo ya estoy demasiado viejo para emprender un largo viaje. Quiero que mis huesos descansen en esta tierra. Isaac Abravanel, tu quedas a cargo de toda la comunidad. Todavía el edicto de Expulsión es secreto. Debe mantenerse así para no crear pavor en el pueblo. Todavía hay alguna posibilidad de hacerlo derogar. Solamente comunicadlo a las cabezas de las principales familias para que tomen sus recaudos y que no cunda el miedo cuando los heraldos lo proclamen.

La voz de Abraham Señor se fue apagando en la medida que progresaba su discurso y, cuando terminó con un susurro casi inaudible, hizo un gesto de la mano y los despidió.







Capítulo XI



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