Parte I




Capítulo XI


Valencia, 8 de agosto de 1492.

David se despertó atemorizado por el retumbar de un trueno. La tormenta se había desatado a media noche. Golpes de viento borrascoso barrían el puerto de Valencia y traían jirones de espuma blanca que brillaban a la luz de los relámpagos. Salió a cubierta. El Capitán, que hacía la guardia, le dijo que era una tormenta fuerte, pero que no había peligro, el puerto era seguro. Regresó al camarote y tranquilizó a su familia. Al poco tiempo, inquieto, salió nuevamente para contemplar el espectáculo. Los relámpagos surcaban el cielo con brillantes resplandores seguidos por fuertes truenos que hacían crecer el fragor de la tormenta. Los marineros, tomados de las cuerdas, para no ser arrastrados por el vendaval, revisaban los cabos de las amarras. ¿Resistirían al embate? El viento soplaba arremolinando el mar que rompía en espuma de olas. Fascinado por la violencia de las aguas, pensaba en lo que sucedería con la nave si se encontrara con este temporal fuera del puerto.

El Capitán y los oficiales, protegidos de la lluvia bajo la toldilla, vigilaban la tormenta mientras contaban anécdotas de temporales y naufragios. Con el transcurrir de las horas, el viento fue calmando su furia y David volvió a la seguridad de su cámara, donde el balanceo de la nave lo devolvió al sueño.




Llovió todo el día siguiente y, aunque la tormenta parecía ceder, el Capitán decidió que las naves permanecerían en el puerto. Fuera, la marejada era muy violenta y los vientos, si bien no eran como los de la noche anterior, todavía soplaban fuerte desde el norte en dirección contraria al rumbo previsto para las naves. Los marineros habían desplegado una enorme lona a lo largo de la cubierta de la galera convirtiéndola en un gran toldo que protegía a la nave de la lluvia. La tripulación se reunió en grupos; algunos contaban relatos de viajes o de mujeres, otros jugaban a las barajas. Era un día sin trabajo.

Por la tarde, el Capitán, previendo que la lluvia y el mal tiempo persistirían y que al día siguiente se verían forzados a permanecer en puerto, permitió a la tripulación descender a tierra. Los judíos no podían bajar. Había guardias a la salida de los embarcaderos que revisaban a los que descendían de las naves.

David conversaba con Giovanni y otros grumetes sobre tormentas marinas cuando el Capitán anunció el permiso de bajar a tierra.

—David, ven con nosotros —pidió Giovanni.

—Tu sabes que yo no puedo.

—Ven. ¿Quién notará tu judaísmo? Si bajas con nosotros nadie te hará preguntas. Si algún soldado te interroga, respóndele con las palabras italianas que yo te enseñé. Iremos a la taberna del puerto a beber algunas copas. Seguro que también habrá mujeres…

—Está prohibido para los judíos pisar tierra española, si me descubren, la pena es la muerte. Una taberna no vale el riesgo.

Pero la curiosidad y el aburrimiento de esa tarde de diluvio pudieron más que la prudencia de David. Descendió, cubierto con una amplia capa veneciana que lo protegía del temporal con el bullicioso grupo de marineros y grumetes y, al pasar frente a los soldados españoles, que dormitaban indiferentes en el cuartel de guardia del puerto, sintió un escalofrío. Los guardias apenas levantaron la vista cuando Giovanni los saludó con algunas palabras en italiano.

Entraron en la taberna que estaba frente al mar dejando fuera la lluvia torrencial. Se quitaron los pesados capotes y se sentaron sobre bancos de madera ante una larga mesa, alejada de la puerta. La tenue luz del atardecer prematuro se filtraba por los pequeños ventanales salpicados de gotas de lluvia. Un grupo de mercaderes bebía en grandes jarras el vino. En otra mesa había unos monjes y novicios que conversaban en voz baja. Cerca de la puerta, los guardias jugaban a los dados. Al fondo había una escalera que llevaba al piso superior desde donde llegaban voces y risas de hombres y de mujeres.

El tabernero se acercó a la mesa trayendo jarros de vino, rodajas de pan y trozos de jamón. Los marineros se abalanzaron sobre el vino y los alimentos. Bebieron y comieron en silencio. David se sirvió un vaso de vino. Nunca bebía en las comidas, sólo lo había hecho en las fiestas de pascua y en pocas ocasiones especiales. Tomó un buen sorbo y comió una rodaja de pan. Era un vino fuerte y áspero que inmediatamente le devolvió el calor y encendió sus mejillas. El pan, oscuro, de harina morena, no tan refinada como la del viejo molino del Guadalquivir, sabía delicioso.

Luego de los primeros bocados, los marineros comenzaron con los chistes y las risas.

—David, ¿porqué no comes? —exclamó Giovanni tendiéndole la pierna de jamón.

David se sintió perdido. Sintió como su rostro se tornaba más rojo que cuando bebió el vino. Los frailes de la mesa central levantaron sus cabezas y lo miraron con curiosidad. Los soldados también se habían vuelto a mirarlo. No podía comer el jamón que le ofrecía Giovanni. Su religión se lo prohibía. Desde siempre había sabido que comer jamón era un pecado. También sabía, porque su padre le había contado, que la Inquisición descubría de esta manera a los conversos que judaizaban en secreto, que si rechazaba el jamón se haría inmediatamente sospechoso. Sintió el silencio. No dudó, tomó el jamón que Giovanni le ofrecía y cortó un trozo, lo colocó sobre una rodaja de pan, creyendo que, con ese bocado, el pecado le entraba por dentro. El bullicio continuó en la taberna, los frailes siguieron sus conversaciones en susurros y los soldados retomaron su partida. Había cometido un pecado. Estaba sucio en lo interior pero salvo por fuera. ¿Estaría justificado por la religión proceder así para salvar su vida? Hablaría con Isaac Abravanel, que era un sabio, sobre este tema. Además, el jamón no sabía mal. ¿Por qué estaría prohibido? Y tuvo el valor de contestar:

—Está delicioso Giovanni —dijo David imitando con voz fuerte la entonación extranjera de sus compañeros. No sabía de donde salían estas dotes de actor—. ¡Realmente delicioso!

La amenaza había sido conjurada por el momento, pero realmente tomó conciencia del peligro que corría al descender del barco y aventurarse en tierras prohibidas. La algarabía de sus amigos italianos lo envolvió y comenzó a participar de la diversión.

Un mercader bajó las escaleras riendo y ajustándose las bragas, llevando del brazo a una joven de cabellos negros, vestida con una ligera túnica de lino blanco, casi transparente.

David quedó inmediatamente prendado de la belleza de la mujer. Sus ojos negros, rasgados, su delgada figura, los pequeños pies descalzos, y lo gracioso de su paso al bajar la escalera le tocaron una fibra especial. Tal vez era cierto desenfado en la actitud de la joven que contrastaba con la rigidez y la dureza de las mujeres que había conocido en su familia. Tal vez, algo de la libertad que las mujeres judías no conocían.

El mercader se sentó junto a sus compañeros. La joven tomó asiento a su lado, le rodeó con sus brazos el cuello y lo cubrió de caricias osadas. David no podía dejar de mirarla.

El mercader se sirvió vino, alzó la copa y dijo:

—Bebo esta copa por la salud de la Reina Isabel y el Rey Fernando, por la unión de España.

Los otros mercaderes levantaron sus copas y sus voces se mezclaron diciendo: "Salud, felicidad y larga vida para los Reyes". Los frailes y los soldados también levantaron sus jarros. Todos bebieron. El tabernero se apresuró a llenar nuevamente las copas vacías. El mercader dijo:

—Por la toma de Granada y la derrota de los moros, por estos bravos soldados que se encuentran hoy con nosotros.

—¡Mueran los moros!—, brotó de todas las gargantas. Nuevamente se vaciaron las copas que el tabernero se apresuró a llenar. David sintió que se hallaba en las nubes. No estaba habituado a beber vino. Las voces, los gritos y las risas sonaban desde muy lejos.

—¡Por España libre de judíos! —volvió a gritar el mercader, y, señalando con el jarro la mesa de los frailes, continuó: —¡Por estos sacerdotes que han limpiado la cizaña de Castilla y Aragón! ¡Para que nunca más los judíos perviertan con sus blasfemias la cruz de Jesucristo!

—¡Mueran los perros judíos! —gritaron todos. David se encontró gritando en el coro, blasfemando contra su pueblo, levantando la copa con el alma llena de terror y vergüenza. No debía haber venido. Cualquier movimiento falso lo delataría. Debía continuar bebiendo con los demás. Cualquier error le costaría la vida. Un encogimiento de hombros imperceptible de Giovanni le devolvió en parte la confianza. El gesto de complicidad de su amigo le dio la certeza de que todo el grupo de marineros lo protegía.

Del piso superior bajaron dos hombres que se acercaron a la mesa de los mercaderes. Tomaron tragos de vino de pié y propusieron a los demás que era hora de retirarse. Al poco rato abandonaron la taberna dejando en silencio el local.

La bella morena se dirigió hacia la escalera.

—¡Eh, linda ven acá! —gritó Giovanni a la joven—. ¿Cómo te llamas?

—Luna, me llamo Luna —contestó la muchacha.

—Luna, avisa a tus amigas que bajen. Nos queremos divertir.

La joven subió por la escalera y al rato bajó con otras tres mujeres. Vestían ligeras camisolas de lino y sus rostros tenían los afeites y pinturas que denotaban su profesión. Se sentaron junto a los marineros con desenvoltura.

—Luna, tú, ven y siéntate al lado de David —dijo Giovanni organizando la fiesta—. Y tú, morena, ¿cómo te llamas?

—Yo soy Eloisa —contestó la mujer de piel oscura, casi negra, y grandes pechos que levantaban, insolentes, la camisola.

—Ven, siéntate a mi lado —ordenó Giovanni—. Me gustan las damas de tetas grandes.

Eloisa se sentó junto a Giovanni. El joven introdujo una mano por el escote de Eloisa acariciándole un pecho.

—¡Uhh! —exclamó Giovanni con admiración y, señalando a las otras mujeres, continuó—: vosotras, atended a mis compañeros. Atendedlos bien que nos vamos a divertir.

Las otras dos prostitutas se sentaron entre los restantes marineros que no tenían ningún problema en compartir sus favores.

El tabernero llenó nuevamente las copas de los hombres y trajo nuevos jarros para las mujeres. David volvió a beber. Nunca había bebido tanto. La cabeza le daba vueltas y le pesaba. No podía fijar la vista en ningún objeto y las palabras salían de su boca con trabajo. Se sentía como en el aire. En realidad nunca se había sentido tan libre en su vida. Se olvidó de los peligros que había corrido y sintió el cuerpo suave de la joven a su lado. Las cálidas caderas de Luna se apoyaron contra las suyas; sintió como sus manos le acariciaban la nuca, los hombros, y se metían entre los botones de la camisa.

Un marinero pidió una guitarra. Eloisa trajo el instrumento de una habitación contigua y el marinero tocó una alegre danza italiana que todos acompañaron golpeando la mesa. Una de las mujeres tocaba una pandereta. Eloisa y Luna comenzaron una danza frenética. Las mujeres invitaron a los hombres a bailar. David, de pronto, se encontró danzando entre todos en medio de la taberna.

Los giros, el calor, el baile, la proximidad de las mujeres, los roces con los tibios cuerpos, la mirada de los ojos acariciantes de Luna, hicieron que David perdiera la noción del tiempo.

Sin darse cuenta de cómo había subido las escaleras, se encontró en la penumbra de una habitación. Distinguió un camastro cubierto con una sábana de lino, una mesa donde había un lavamanos con dibujos azules y un aguamanil. Luna lo guiaba por el cuarto y comenzó a quitarle la ropa con rápidos movimientos de sus pequeñas manos, inundándolo con caricias y besos apasionados.

—¿Es tu primera vez? —intuyó la muchacha—. Si, David, es tu primera vez.

David hizo un movimiento afirmativo y dejó hacer a la joven. Sintió que veía la escena desde una enorme distancia en el espacio. Como si no le estuviera sucediendo a él. Cuando estuvo desnudo, Luna se quitó con un rápido movimiento la delicada túnica dejando al descubierto sus pequeños pechos erguidos. Se reclinó en el lecho atrayendo a David hacia sí.

—Ven David, yo te enseñaré —le susurró al oído. Y con sus dos manos alcanzó la hombría de David y la introdujo en su misterioso pubis.







Capítulo XII



Volver a Indice