parte I


Capítulo IX


El Mediterráneo, 7 de agosto de 1492.

Amaneció sin viento. La galera estaba detenida en un mar de cristal. Las velas, flácidas, informes, colgaban de los mástiles. El sol brillaba implacable en un cielo sin nubes. La flota había avanzado hacia el noreste a buena velocidad durante algunos días bordeando la costa española rumbo al puerto de Valencia, donde estaba prevista una escala para abastecer las naves. Desde que partieron de Cádiz el calor fue en aumento, el viento se hizo cada día más débil, hasta que cesó por completo.

David de Córdova despertó cuando los primeros rayos de luz penetraron en la pequeña cámara del castillo de popa, que compartía con su familia. Sintió que la nave no se movía; no escuchó el familiar golpeteo del agua contra el casco; su lecho no estaba inclinado hacia el lado de babor, y entonces no había despertado contra la mampara; se mantenía horizontal y toda la embarcación oscilaba en un ligero bamboleo, que, después descubriría, era producido por una suave marejada de ondulaciones amplias y alargadas.

Abrió los ojos y vio que sus padres y sus hermanos todavía dormían. Se levantó silenciosamente y salió a cubierta.

¡David, vieni qui! —oyó que lo llamaba Giovanni.

Giovanni era un joven grumete del que se había hecho amigo durante los largos días de navegación. Habían hablado de la infancia, de esperanzas y proyectos; en lenguas distintas, uno en toscano y el otro en español. Lentamente, con dificultad, se comprendieron y comenzaron una relación que duraría todo el viaje, y, tal vez, mucho tiempo más.

David corrió hasta la proa. Encontró a Giovanni junto con los otros grumetes y algunos marineros jóvenes que estaban por zambullirse en el mar.

—¡David, mira esos delfines! ¡Mira como nadan delante de la nave! —gritó Giovanni—. ¡Ven a nadar con nosotros! ¡Cierto que sabes nadar!

—Sé nadar en el río —contestó David—, pero nunca lo hice en el mar.

—¡Ven, David! —Gritó Giovanni, al mismo tiempo que saltaba, en ese amanecer de verano, desde la proa de la galera hacia el mercurial Mediterráneo.

David trepó a la borda, se quitó la camisa que arrojó sobre cubierta y miró la frescura del mar, que lo atraía, varios pies más abajo. De las aguas surgió la cabeza de Giovanni que nadaba entre algunos marineros. Los delfines retozaban a prudente distancia del bullicioso grupo humano. Recordó cuando saltaba desde la rueda del molino de sus padres al crecido Guadalquivir y pensó que arrojarse al mar sería igual. Se tiró inmediatamente para no demostrar miedo ante su nuevo amigo italiano.

El agua estaba fresca, pero más cálida que la del Guadalquivir. Era salada. Le ardieron los ojos y los cerro inmediatamente. Salió a la superficie. Respiró una bocanada de aire y comenzó a gozar del baño de mar con sus compañeros.

Nadaron hasta la popa y treparon por un cabo con nudos que habían colgado de la borda. David sintió las gotas que refrescaban su cuerpo y el placer de estar mojado secándose lentamente con el sol que comenzaba a subir. La galera estaba detenida a dos millas de la costa; el resto de las naves que formaban la flota se encontraban separadas por un tiro de arcabuz entre sí. A proa se veían, a lo lejos, las torres de la Catedral de la ciudad de Valencia.

Los galeotes bajaron cubos amarrados a cuerdas para recoger agua de mar y baldearon con ellos las tablas de sus asientos, refrescaron sus rostros y mojaron sus túnicas. Se preparaban para remar durante una larga jornada. Los marineros arrollaron y ataron las inútiles velas y toda la tripulación se aprestó. El cómitre comenzó el rítmico golpear de los tambores y los remos se movieron al compás. La galera puso proa a la ciudad impulsada por la fuerza de veinticinco pares de remos. Los delfines, que seguían el rumbo de la nave, saltaban detrás de la estela.





El sol se ocultaba tras las torres moriscas de la Catedral de Valencia. Las galeras entraban en el puerto impulsadas por el remar de los galeotes agotados. Los marineros hacían los trabajos de amarre gritando órdenes y advertencias en un dialecto que David no lograba comprender. Contemplaba el espectáculo de la llegada al puerto, de pie sobre la cubierta de proa de la nave, atendiendo todos los detalles de la complicada faena. Una vez que las galeras estuvieron sólidamente amarradas al embarcadero, los marineros colocaron un puentecillo de madera para bajar a tierra. Los guardias armados escoltaron a los galeotes que dormirían en la prisión del puerto. David pensó en la miseria de estos condenados a trabajos forzados. En las celdas de la cárcel al menos comerían caliente y dormirían bajo techo. Si alguno no estaba en condiciones de remar cuando las galeras partían, sería reemplazado por otro galeote que estuviera en mejores condiciones, le había contado Giovanni. Por él se enterado de que en todos los puertos del Mediterráneo había prisiones con galeotes que permanecían a la espera, para relevar a sus compañeros de infortunio, cuando enfermaban o morían.

David no bajó, porque los judíos no pedían pisar más esa tierra española. Debía aguardar a bordo junto a los suyos hasta que la nave estuviera lista para partir.

Por el este salió la estrella de la tarde. La familia se había reunido como todas las noches, bajo la toldilla, para la cena. Isaac Abravanel no se sentó en la cabecera como era su costumbre. Se sentó en un banco de espaldas a tierra: no la quería ver. David escuchó el canto de las chicharras. Hacía calor y no soplaba viento. El sol se ponía y se oscurecía el cielo. El anochecer no trajo el esperado alivio.

Al norte se veían nubes negras que, iluminadas por una última claridad, parecían avanzar hacia el puerto. De tanto en tanto cruzaban el cielo amenazantes relámpagos. Súbitamente sopló una ráfaga que hizo estremecer la nave, un trueno quebró el silencio. Comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia sobre la galera.







Capítulo X



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