Capítulo IV



Granada, 12 de abril de 1492.

El Inquisidor General pensó que podía establecer allí el convento. El edificio, de todos los que había disponibles en la ciudad, era el que más se adaptaba a las necesidades de la orden de Santo Domingo. El claustro daba a un gran patio central poblado de añosos cipreses, rodeado por una galería de columnas moriscas, terminadas en arcos que sostenían el techo de tejas rosadas. Los arcos eran de estilo sencillo, austero, no como los del palacio de la Alhambra, cuyos ornamentos artificiosos mostraban el arte decadente de los moros. Hacía dos meses, luego de la entrada triunfal de los cristianos en Granada, había solicitado a los Reyes la concesión del edificio. Ahora, luego de usarlo por unos días, ya no pensaba que debía construir un convento nuevo. Sólo tendría que hacer pequeñas reformas. Además, necesitaba todos los recursos disponibles para el monasterio de Ávila. Allí era donde pensaba retirarse cuando terminara con su misión.

Torquemada sentía que en esta ciudad había logrado su mayor triunfo: la expulsión de los judíos del reino. Después de tantos años de espera, después de tantas dilaciones. Recordaba siempre la respuesta de Fernando: "Ten paciencia, no es posible expulsar a los judíos sin antes tomar la fortaleza de Granada. Ellos buscarían refugio en ese reino, llevarán allí su dinero y su saber. La guerra nos costará más esfuerzo y hasta podríamos fracasar." Siempre se había rendido ante la lógica del Rey. Pero ahora Granada estaba vencida. ¡Había conseguido que Fernando e Isabel firmaran el Edicto de Expulsión! Él debía permanecer alerta para que lo dispuesto se cumpliera sin excepciones. Luego, la tarea de su vida estaría realizada.

Recordó su visión, ya había pasado mucho tiempo, lo que parecía imposible se había cumplido, era obra de Dios, un milagro, que probaba la omnipotencia del Señor. Él, Torquemada, era solo un instrumento. Había acontecido en Segovia, en el convento de Santa Cruz. La nieve cubría las alturas de Castilla y el hielo escarchaba las ventanas de los claustros. Había hecho penitencia ese domingo. Un ayuno. Sólo había bebido agua. Pasó toda la noche frente al altar acostado boca abajo contra el piso de piedras, los brazos en cruz. Antes de que comenzara a clarear escuchó una voz que le hablaba. Al principio no entendió las palabras, fue como si se despertara de un sueño: "Jesucristo es Dios. Un solo reino. Una sola religión." Las frases se repetían como una letanía, como un rezo. Detrás del altar, los primeros rayos del sol se reflejaron en los vidrios de colores iluminando a Cristo crucificado. La luz se hacía mas intensa. La voz mas suave. Cuando se hizo el día, la voz cesó. Pero aun hoy la escuchaba. "Un sólo reino. Una sola religión."

Lo sobresaltó un fuerte golpe en la puerta de madera.

—Mensajero urgente del palacio.
—Puede pasar —contestó. Había dado orden de que las nuevas le fueran avisadas en forma inmediata, especialmente aquellas que concernieran al Edicto de Expulsión.

Un joven novicio de la capilla real estaba en la puerta. Tenía la respiración agitada. Había bajado toda la colina montado en un burro, trotando hasta el monasterio.

—¡Habla de una vez! —rugió Torquemada, molesto por la interrupción.
—¡El Rey recibirá a Isaac Abravanel! —exclamó el novicio con voz entrecortada por el apuro y por el susto.
—¿Es todo?
—Sí, señor Consejero.
—Bien, puedes retirarte.
—Sí, señor.

Y salió, cerrando la gran puerta con un golpe seco. Caminó por la espaciosa habitación, inquieto. Tenía que pensar con mucho cuidado sus siguientes pasos, la influencia del judío en la corte era aún poderosa, especialmente con el rey Fernando. Miró el tapiz con el blasón del Santo Oficio que colgaba de la pared: en el centro había una cruz verde sobre un campo negro; a la derecha una rama de olivo, símbolo de clemencia y paz para los arrepentidos; a la izquierda la espada de la justicia, el castigo para los pertinaces; debajo, la zarza ardiendo, la que vio Moisés, era la fe en la Iglesia Católica, cuyo poder no puede ser apagado, aunque todos los poderes de la tierra se conjuren contra ella.
Pediría audiencia a los Reyes.



Capítulo V



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