Parte I


Capítulo V



El mar, 3 de agosto de 1492.

Las olas del Atlántico, largas, acompasadas, de color azul profundo, rompían en espuma, balanceando la galera con un movimiento regular. Las crestas blancas le parecieron a David que semejaban pequeñas ovejas pastando en un campo azul. El viento del océano impulsaba la flota con rumbo al sudeste a unos cinco o seis nudos; el Capitán estimaba que pasarían frente a la roca de Gibraltar antes del anochecer. La costa española, a poco más de una milla, se veía seca y pedregosa. De tanto en tanto brillaba, entre arenas doradas, algún pueblito de pescadores. Todo lo que veía era una fiesta para David que recién conocía el mar: las velas color ámbar desplegadas al viento, las rojas banderas de Venecia flameando, las órdenes de los capitanes, los remos de los galeotes, los esfuerzos de los marineros, y el olor, ese olor del viento de mar, húmedo y salado.

David se sentía incómodo, tal vez algo mareado por el continuo balanceo de la nave. Pero el malestar duró poco. Siguió el consejo de su hermano Muchico, que a su vez lo había escuchado de un marino que hablaba castellano: "para no marearse en un barco hay que mirar siempre el horizonte". Sentado sobre la cubierta, obediente, miró hacia un punto fijo a la distancia, donde el cielo y el mar se confundían en niebla, y el malestar desapareció.

La nave era el orgullo de Venecia, la heredera de los navegantes fenicios que conquistaron el mar Mediterráneo. Medía unas treinta y cinco varas de largo y ocho de ancho. David estaba de pie, apoyado contra el palo mayor, bajo la sombra de la gran vela. Estudiaba con interés los extraños artificios que hacían mover la galera. Sobre la roda, que dividía al océano en dos al paso del navío, el botalón, como un cuerno gigantesco, sostenía las jarcias de la vela de proa, que, inflada por el fuerte viento, impulsaba la nave. Luego, ya sobre la cubierta, entre el botalón y el mástil estaba el castillo de proa, pequeña construcción baja, con el techo a dos aguas, que albergaba al cómitre, los guardias, los soldados, las bombardas y la pólvora. Detrás del mástil había una escotilla que permitía el acceso a la bodega por la que habían bajado, antes de la partida, mediante complicados aparejos que colgaban de una verga, los muebles, los arcones y todas las pertenencias de la familia. Detrás del palo mayor se abría otra bodega y mas atrás el castillo de popa con las pequeñas cámaras donde se alojaban los pasajeros. Sobre la cubierta de popa se encontraba la toldilla, protegida del ardiente sol del verano por un techo de madera liviana. Dos plataformas de distinto nivel ocupaban todo el ancho de la nave: la primera, de unas seis varas de largo, tenía tres mesas aseguradas al suelo y servía de lugar de reunión y comedor; la segunda, en el extremo de popa, algo mas alta, a la que se subía por tres escalones, era la timonera y el puesto de mando de la nave.

—¡David, ven a comer! ¿Dónde te habías escondido? ¡Así vivas tú! ¡Ven, que se reúne toda la familia! —gritó Sara.

David caminó lentamente en dirección a la toldilla tomado de la borda. La nave se balanceaba acompasadamente. Subió por la empinada escalera de madera aferrado al pasamanos.

Estaban todos sentados de acuerdo a su edad y rango. En la cabecera de una de las mesas, mirando hacia proa, se hallaba Isaac Abravanel. A su derecha Samuel, hermano mayor de Isaac, y a su izquierda, Joseph y Jacob, hermanos menores. Luego sus esposas e hijos por orden de edad. En otra mesa se acomodaron las familias políticas que viajaban con ellos. Salomón de Cordova, padre de David, ocupaba una cabecera. Estaban a su derecha el tío Moché, y a su izquierda Sara, Madre de David y Hermana de Esther, la esposa de Isaac Abravanel, luego los hermanos y los primos.

Con una señal, Isaac acalló las conversaciones de los más jóvenes. El silencio permitió escuchar el sordo rumor de las olas al golpear contra el casco.

—Antes de comer el pan del mediodía leeremos la bendición del mar —dijo Abravanel, y, abriendo un pequeño libro de oraciones de tapas negras, comenzó a leer:


"Sea voluntad delante de ti, Adonai, Mi Dios y Dios de mis padres: Abraham, Isaac y Jacob, tus amados, tus perfectos, por la profecía de Samuel, por Elías, el profeta de los profetas de verdad, y por merecimiento de todos los justos y los buenos que en toda generación amparaste sobre Israel: que hagas detener la mar de su furor y callen sus olas y hagas voluntad de nuestro corazón y nos lleves pronto a término de nuestro viaje para bien, como en tu mano, y oigas nuestra oración y escuches nuestra rogativa y respóndenos, que nos apiadamos delante de ti, y llévanos con reposo de viento bueno según la necesidad y nos guardes del ruido de las olas y del sonido de ondas de mar, y de viento movido de tempestad, y sacarás vientos buenos de tus tesoros para guiar la nave y todos sus remeros, sus marineros y sus pilotos y sus maestros que guían la nave. Haznos llegar a término sin algún daño, sin pérdida alguna. Haz sosegar las olas, silenciar la tempestad, guarda mi alma y escápame, no me avergonzaré que me abrigue en ti. Y nos bendeciremos: Bendito tu Adonai, Nuestro Dios, Rey del mundo que guarda nuestros bienes y nos proteges bien."


Todos contestaron con voz fuerte:

Amen!

Abravanel bendijo el pan, partió el primer bocado con la mano y comió. Toda la familia tomó trozos de pan y comieron. Comieron en silencio, con tristeza. Era la primera comida fuera de España.





Capítulo VI



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