Parte III




Capítulo VI


Rodas, 30 de octubre de 1522.

La última carta de Amín decía que la situación en la ciudad era desesperada, que los alimentos comenzaban a escasear y, si bien el asalto general del día anterior había sido rechazado, la población griega conjuraba en contra de los cruzados. Los rebeldes argüían que resistir sería inútil, que los reinos cristianos, ocupados en sus disputas y sus luchas internas, nunca enviarían la ayuda pedida por el Gran Maestre. El patriarca de la Iglesia Ortodoxa había tenido que mediar para que los pobladores de Rodas no tomaran las armas contra los cruzados. Amín creía que la resistencia de la ciudad no podía durar mucho más. Agregaba que Juan Díez había sido descubierto y puesto en prisión, si lo sometían a tortura, tal vez delataría a los responsables de la intriga. En adelante las informaciones las recibiría de un caballero que conocía bien: Andrea d’Amaral.

David se dirigió hacia el campamento y buscó la tienda del nuevo Serasker.

Pensó en cómo el Sultán, furioso luego del fracasado asalto general, había destituido a Mustafá Pachá y había nombrado en su reemplazo a Ahmed Pachá, el Tercer Visir.

Pidió autorización a los guardias para que lo condujeran ante el Serasker y así relatarle los sucesos acaecidos dentro de la ciudad sitiada.

Ahmed Pachá agradeció las noticias, meditó durante unos instantes y luego dijo:

—Tal vez sea necesario emplear otra forma de ataque. Se acerca el invierno y en la ciudad aumentará el descontento; es importante para nuestra lucha que la población griega se enfrente con los cruzados. ¿Dime, David, los griegos y los cruzados pertenecen a sectas cristianas diferentes?

—Es así: los caballeros son católicos y responden al papa en Roma. Los griegos siguen al patriarca de Atenas.

—El tiempo hará que el conflicto dentro de la ciudad aumente, entonces el Gran Maestre estará más dispuesto a rendirse, mientras tanto bombardearemos las murallas con toda nuestra artillería hasta demolerlas, sin exponer a nuestros soldados.

De regresó a la tienda, David se tumbó en su lecho para descansar. No podía dormir, pensaba en los sufrimientos de la guerra, en los heridos, los muertos y los mutilados. Shoshana había muerto en otra guerra, y él no había podido hacer nada para protegerla. ¿Por qué Dios permitía tanta muerte? ¿Cuándo dejarán los hombres de luchar?

 

 

 

En la difusa claridad del amanecer, David escuchó el clamor de muchas voces que llegaban desde el campamento. Salió del toldo y vio que los jenízaros señalaban hacia la ciudad, vio que de largas picas, sujetas sobre los adarves de los muros, colgaban miembros humanos todavía sangrantes: un brazo, una pierna, un torso. Los turcos se aproximaban a los muros y los cruzados no les disparaban, parecía que querían que se acercaran a reconocer a los ajusticiados. David despertó a Yusuf y, juntos, se encaminaron hacia la ciudad. En lo que quedaba del muro de Inglaterra reconoció la cabeza cortada de Andrea d’Amaral; sobre el muro de Italia, en la punta de una pica, había otra cabeza que supuso que sería la de Juan Díaz; caminó alrededor de la muralla hacia el castillo y, sobre el muro de Alemania, la cabeza todavía sangrante de Amín lo miraba con ojos desorbitados.

Los cañones de los sitiadores no hicieron escuchar su trueno durante toda esa jornada.

 

 

 

Al día siguiente, el Serasker dio la orden de reanudar el fuego de la artillería. Las baterías continuaron disparando sus andanadas y, durante todo el mes de noviembre, batieron los muros de Rodas sin piedad. El aire se hacía más frío, los alimentos escaseaban dentro de la ciudad, la tensión entre los griegos y los cruzados iba en aumento. Los griegos decían que ya era hora de dejar las armas y celebrar la paz, que el yugo del Sultán era suave, que en otra islas y ciudades ocupadas por El Gran Turco podían profesar libremente su credo y vivir sin temor. La presión de la artillería era feroz: cuando las murallas iban cediendo, los pobladores construían otro nuevo cerco hacia el interior. Parecía que la ciudad, a medida que pasaban los días, se achicaba como una fruta que se seca. Finalmente fue partida en dos: desde el muro de Inglaterra, que había sido totalmente demolido, hasta el puerto, no quedaban construcciones y la vista llegaba sin obstáculos al mar; los cañones batían durante toda la jornada el corredor así formado y no era posible cruzar, mientras duraba la luz del día, de un lado a otro de la ciudad.

 

 

 

El diez de diciembre Solimán hizo silenciar la artillería y alzó una bandera de parlamento. Envió a dos emisarios con una carta para Villers de L’Isle Adam proponiéndole condiciones honorables de rendición. Respetaría a los habitantes de la ciudad y no habría saqueo, respetaría el culto de los cristianos, los cruzados podrían partir llevando sus armas y las reliquias de su religión. El Gran Maestre tenía tres días para decidir. Pasado ese plazo la ciudad sería arrasada y no quedaría nadie con vida, "ni los gatos", agregaba.

Villers solicitó ampliar el tiempo de las conversaciones a diez días, cosa que fue concedida por Solimán a cambio de la entrega de cincuenta rehenes, veinticinco caballeros y veinticinco pobladores griegos. Durante la tregua no habría disparos y los turcos se alejarían a una milla de los muros.

Las deliberaciones en la ciudad fueron arduas. Muchos caballeros preferían morir luchando por la Fe en Cristo y tener una vida gloriosa junto al Señor en el Más Allá, antes que capitular y rendirse al infiel. El Patriarca Ortodoxo, que era delegado de la población griega, quería evitar el saqueo y la violación de sus fieles: las historias de los jenízaros librados al pillaje tenían a los habitantes cerca del pánico.

Finalmente, cuando el plazo ya expiraba, el Gran Maestre capituló. Envió a dos caballeros y dos habitantes de la ciudad con las últimas condiciones: los cristianos que se quedaran en Rodas estarían exentos de impuestos por cinco años para reconstruir sus casas, no serían reclutados en los ejércitos del Sultán y no habría saqueos en la ciudad.

Solimán aceptó las demandas con la condición de que los cruzados abandonaran la isla en doce días.

 

 

 

El campamento parecía envuelto en un extraño silencio. Yusuf todavía dormía. David apartó las cortinas y salió. Nevaba. Gruesos copos caían lentamente del cielo. Toda la campiña estaba cubierta con un manto blanco que ocultaba los estragos de la guerra y amortiguaba los sonidos. El día tenía una luminosidad gris.

Estuvo largo rato contemplando el panorama blanco. La nieve cae lentamente como el algodón, pensó. Luego entró en la tienda para despertar a su amigo. Debían prepararse pues, en la gran carpa del Serasker, se reuniría un Diván para festejar la victoria.

 

 

 

Cuatro braseros de cobre caldeaban el gran pabellón donde se celebraba el consejo. A pesar de que afuera nevaba, adentro hacía calor. Los oficiales tucos estaban sentados en cómodos cojines de seda. Espesas alfombras cubrían los pisos, lámparas de aceite iluminaban las paredes de telas blancas ornadas con hilos de oro. Sobre mesillas bajas, cubiertas con bandejas de bronce, fuentes de porcelana de la china rebosaban con dulces. Había higos rellenos de nuez y almendras, confituras envueltas con masa de hojaldre, rociadas con miel y agua de azar, avellanas bañadas en caramelo y azúcar. "Es la dulzura de la victoria" había comentado el Serasker. David, algo apartado de los principales notables, contemplaba la escena junto a Yusuf, quien saboreaba un higo relleno.

Sonaron trompetas y se hizo silencio en el recinto. Todos se pusieron de pie. Se abrieron las cortinas y, rodeado de una guardia de jenízaros que lucían uniformes de gala, entró Solimán. David nunca lo había visto tan próximo. Era un hombre muy joven, apenas pasados los veinte años. Le impresionó la determinación de la mirada, la nariz aguileña, los poblados bigotes negros que le llegaban al mentón y el turbante blanco con una enorme esmeralda. Tomó asiento en los almohadones de seda verde de un sofá cuya base era de oro y, con un imperceptible ademán, indicó a todos que se sentaran para continuar con el festejo.

Luego de servirse algunos bocados dulces, el Sultán felicitó uno por uno a sus generales, destacó la valiente actuación de los soldados en las últimas batallas, alabó al ingeniero Sinán pues, sin su esforzada contribución no hubiera sido posible lograr la victoria. Por último entregó a Piri Pachá, el Gran Visir, un pergamino, mientras dirigía la mirada hacia donde se encontraba David.

Cuando Piri Pachá lo llamó para que se acercase al sofá, a David le dio un vuelco el corazón. Mientras caminaba hacia el lugar donde estaba Solimán le pareció que transcurría una eternidad, sentía la mirada de todos a sus espaldas. Hizo la reverencia hasta el suelo, como lo indicaba el protocolo, y esperó la señal para levantarse.

—Te entrego este firmán en premio por tus servicios prestados a la causa del Imperio, como habíamos acordado en el palacio Topkapi —dijo Piri Pachá—. Solimán accede a tus deseos, por ello lo llamamos El Magnífico. David, con tus valiosos consejos pudimos tomar esta fortaleza que se consideraba inexpugnable. Por ello el Sultán concede la libertad a los esclavos judíos de Rodas, acuerda permiso de residencia en la ciudad a toda tu familia y a los judíos que quieran habitar en ella. Rodas será una ciudad judía; sólo ellos vivirán allí, siempre bajo la tutela de la Sublime Puerta; los cristianos no podrán permanecer por la noche dentro de las murallas.

David, que no esperaba tanta magnificencia, se arrodilló ante Solimán y humildemente besó la tierra delante de sus pies, luego dijo algunas palabras de agradecimiento, tomó el pergamino que le extendía el Gran Visir, hizo una nueva reverencia y se volvió hacia el lugar donde permanecía Yusuf. Cuando se acercó a su amigo vio que las lágrimas le bañaban el rostro.

—Podremos regresar a nuestra casa, David, la casa donde tú me conociste, el hogar de mi familia —la voz de Yusuf se quebró en un sollozo.

Se presentaron dos guardias ante el Gran Visir y le susurraron algo al oído. El Visir consultó con la mirada al Sultán, quién respondió con un breve gesto de asentimiento. Se había hecho silencio en el pabellón. Las trompetas sonaron y todos los presentes se pusieron de pie. Se abrieron las cortinas y entró Villers de L’Isle Adam sacudiendo la nieve de sus ropas, acompañado por una escolta de caballeros representantes de todas las lenguas. El rostro delgado de Villers reflejaba las penurias del sitio y la tristeza de la derrota. Intentó arrodillarse frente al Sultán y le presentó su espada. Solimán impidió al bravo guerrero de cabellos blancos la humillación y lo ayudó a ponerse de pie. Luego dijo:

—Está frente a nosotros uno de los hombres más valientes con que me ha tocado luchar. Los ejércitos cristianos deberían estar orgullosos de contar con un comandante como él.

Hizo una pausa, miró a sus generales y luego, dirigiéndose a Villers agregó:

—Si yo tuviera un soldado así, de vuestro temple, lo estimaría más que a uno de mis reinos.

Piri Pachá llamó a David para que tradujera las palabras del Sultán.

—Consuélate —continuó Solimán—, la faena de los soberanos y de los guerreros como nosotros, es la de conquistar ciudades y provincias y también perderlas de acuerdo a las vueltas de la Fortuna. Aceptad mi reconocimiento a un valiente.

Luego se sentaron en los almohadones a discutir los últimos acuerdos para la entrega de la ciudad. Afuera había dejado de nevar.

 

 

 

Los cruzados embarcaron la noche del treinta y uno de diciembre luego de rezar la última misa en la catedral de San Juan. Habían quedado con vida apenas algo más de un centenar de Caballeros y un puñado de soldados. La mayoría de la población griega partió con ellos. Los navíos de la Orden no alcanzaron para llevar a todos los habitantes y fue necesario que David dispusiera de algunas galeras de transporte de la Compañía para llevar a la muchedumbre que quería dejar la ciudad.

Al amanecer del día siguiente, Solimán, ataviado con vestiduras blancas resplandecientes de oro y piedras preciosas, al son de los tambores y las trompetas de los jenízaros, cabalgó al frente del ejército hacia la ciudad. David, junto con Yusuf y Aarón Abulafia, entraron a pie, bordeando el mar, por la puerta de Santa Catalina, cuyas torres circulares parecían no haber sufrido los bombardeos. En el horizonte se veían las velas de la flota de la Orden que se perdían en la niebla, la proa dirigida a la isla de Candia.

Las calles estaban sembradas de escombros, balas de cañón y maderos carbonizados que entorpecían la marcha. Pasaron frente al mercado y Yusuf les indicó la calle que llevaba hacia la sinagoga, el antiguo templo de Rodas que había sido transformado en iglesia luego de la expulsión. Al llegar, vieron que se había congregado allí una muchedumbre de judíos. Estaban los que habían sido convertidos por la fuerza, que ahora retornaban a su antigua religión, y los esclavos que Solimán había libertado. Yusuf se confundió en abrazos con antiguos compañeros de su niñez y David reconoció a algunos esclavos que habían compartido sus penurias durante la construcción de las murallas. Faltaba Amín.

Entraron en la sinagoga. Los símbolos cristianos habían sido retirados por los monjes ortodoxos antes de hacerse a la mar. En el interior no alcanzaba el espacio; algunos tuvieron que permanecer en la calle, sentados sobre las piedras de las casas derruidas. Cuando se hubieron serenado, David pidió silencio y leyó el firmán. Muchos hombres y mujeres, ya mayores, tenían lágrimas en los ojos. Cuando concluyó, se hizo un instante de silencio; entonces todos dirigieron la vista al este, hacia Jerusalén, y recitaron en ese lugar una vez más, luego de veinte años de ausencia, el Shemá, la oración al Dios Único.






Capítulo VII



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