Parte III




Capítulo III


Rodas, 1 de junio de 1522.

El Gran Maestre Philippe Villers de l’Isle-Adam veía, desde lo alto de la torre del castillo, un caique acercándose al puerto. Bogaban cuatro remeros por banda, en la toldilla se podían distinguir algunos hombres ataviados con ropas de vivos colores y en el mástil ondeaba una bandera de parlamento. Más allá, fondeadas en el azul sereno del mar, había dos galeras fuertemente artilladas de la Armada Turca.

Andrea d’Amaral, Gran Prior de Castilla, Gran Canciller de la Orden de San Juan de Jerusalén y comandante de las defensas del puerto, quien se encontraba a la derecha del Gran Maestre, dijo:

—¿Qué intenciones moverán a estos infieles?

—Pronto lo sabremos, Amaral. Avisad a los centinelas de las torres del puerto mi autorización para que permitan la entrada de los parlamentarios del Sultán.

Amaral miró durante un momento a su superior y luego descendió de prisa por la escalerilla de piedra de la torre para cumplir con la orden. Villers creyó advertir, tal vez, un destello de odio en la mirada de su segundo. Amaral ya no era el mismo, había sido un gran soldado, diestro con la espada y hábil en las batallas, pero ahora que había envejecido, se entregaba a los placeres de la comida y había perdido el habito de la templanza y la disciplina de un militar. En cambio él se sentía joven, conservaba la agilidad de antaño y podía vencer a cualquiera con la espada. Acercó su mano derecha a la empuñadura y el contacto con el acero lo tranquilizó.

El bote había amarrado junto a la torre de San Nicolás que custodiaba la entrada al puerto. Soplaba una leve brisa del lado del mar. Vio como descendían los emisarios turcos ataviados con lujosas vestiduras. Serían portadores, tal vez, de un mensaje del Sultán. Esto no presagiaba nada bueno.

La noticia de que había sido designado Gran Maestre de la Orden de los caballeros de San Juan de Jerusalén le había llegado, hacía ya un año, cuando se encontraba en Francia, en la corte de Francisco I. Tenía allí la misión de embajador y el propósito de conseguir la ayuda del Rey en caso de algún posible ataque turco. El nombramiento lo había asombrado, pues, antes de partir de la isla, el candidato que parecía tener más posibilidades para dirigir la Orden era d’Amaral. El español se consideraba con derechos suficientes para ocupar el más alto cargo, era ambicioso y astuto, había tramado cuidadosamente los pasos de su carrera y ambicionaba ser el nuevo Gran Maestre.

Vio como los embajadores otomanos caminaban por el desembarcadero hacia las puertas de la ciudad. Lucían grandes turbantes blancos que envolvían un casquete rojo; las joyas de sus cimitarras relampagueaba al sol de la mañana. Gran Maestre… finalmente era el Gran Maestre de la orden más importante de los cristianos, la orden que defendía el Santo Sepulcro en Jerusalén. Se había despedido del Rey de Francia recibiendo promesas de ayuda en el caso de un ataque de los infieles. El viaje de regreso a la isla había estado lleno de extraños sucesos que, tal vez, fueran malos presagios: la galera, que había partido del puerto de Marsella, se había incendiado pocas horas después de zarpar y toda la tripulación, con mucho esfuerzo, había conseguido vencer al fuego. Frente a las costas de Sicilia, durante una tormenta, un rayo había caído sobre cubierta matando a dos galeotes. Poco antes de llegar a Rodas tuvieron que combatir contra una flota de corsarios turcos, que fueron rechazados tras dura lucha. Finalmente habían llegado a la isla a salvo, con la ayuda de Dios y la fe en Jesucristo. Recordaba la acogida de triunfo que le brindaron los cruzados y toda la población de la ciudad. Uno de los primeros actos que había realizado en el flamante cargo había sido nombrar a d’Amaral como su Canciller, de esta forma conseguía la unidad de todas las naciones que formaban la fuerza de los cruzados. Era muy peligroso tener a los españoles en contra suyo.

Los embajadores turcos estaban por llegar a la puerta de Santa Catalina. ¿Qué tendría entre manos el Sultán? ¿Vendría en son de guerra o traía alguna propuesta de paz? Estaban bien preparados para resistir un asedio. Desde la última invasión, hacía ya más de cuarenta años, las murallas se habían reforzado, el castillo tenía tres niveles de subterráneos cargados de alimentos y municiones para resistir un largo sitio y así esperar hasta que las fuerzas de sus aliados vinieran en su socorro. Comandaba un ejército de más de mil caballeros de todas las naciones cristianas; había además alrededor de cinco mil soldados diestros en el uso de las armas; la población civil de la ciudad estaba constituida por varios millares de campesinos y artesanos que podía armar en caso de ataque. Villers miró en derredor contemplando las almenas de las imponentes murallas. Tocó las piedras y las sintió frías, sólidas, resistirían el embate de todo un ejército. Se sitió seguro en su atalaya. Daría una lección a esos embajadores que venían con atuendos tan lujosos: los haría conducir al gran salón de las audiencias y los alojaría en la cámara contigua, destinada a las personalidades que visitaban la isla; allí aguardarían sin poder moverse por el palacio. Les haría sentir cual prisioneros entre los muros. Luego del mediodía enviaría exquisitos manjares para que vieran la cantidad de alimentos que había en la fortaleza. La audiencia la concedería recién por la noche.

Philippe Villers de l’Isle-Adam descendió por la estrecha escalerilla de piedras de la torre para impartir las órdenes.

 

 

 

Las galeras turcas fondearon a una milla del puerto de Rodas. El sol comenzaba a elevarse sobre un mar en calma. David se alegró al ver a lo lejos, desde la toldilla de la galera, iluminadas con la luz azul del amanecer, las murallas de la ciudad. Estaba vestido con babuchas blancas y un turbante pequeño que indicaba su rango de servidor del Visir. Vio como los marinos botaban el lujoso caique de ocho remos y aseguraban una escala de cuerdas a la borda de la galera. Por ella David y los demás emisarios de Solimán descendieron hasta la pequeña embarcación. Los remeros bogaron lentamente hacia la costa y amarraron la barca junto a la torre de San Nicolás, a la entrada del puerto. David mostró a los guardias las cartas que los designaban como embajadores del Sultán y luego, todos caminaron hasta llegar a la puerta de Santa Catalina.

De pie ante la puerta se encontraba un caballero cruzado de robusta figura. Vestía una túnica azul con la gran cruz blanca de ocho puntas en el pecho, bajo la que asomaba una armadura de combate completa y una espada de fino acero.

—Sed bienvenidos a esta isla —dijo el caballero—. Soy Andrea d’Amaral, Gran Prior de Castilla y Canciller de la Orden de San Juan de Jerusalén.

David escuchó al ampuloso prior hablar en castellano, pero notó en la pronunciación su origen portugués. Reflexionó durante un instante pensando en qué lengua habría de contestar y optó también por el castellano, pero fingiendo una pronunciación toscana. Explicó que era David Conti, veneciano, traductor de la misión del Visir Mustafá Pachá, embajador especial de Solimán. Luego hizo la presentación de sus acompañantes con títulos elogiosos. Aclaró que traían presentes para el Gran Maestre de la Orden y un mensaje del Sultán.

—Os conduciré a los aposentos reservados para los ilustres visitantes de la ciudad —dijo Amaral—. Desde este momento sois mis huéspedes. Comunicaré acerca del arribo de la embajada al Gran Maestre y vuestra solicitud de audiencia —hizo una solemne pausa y luego agregó—: ¡Ahora seguidme!

La última frase sonó como una orden. David intentó suavizar las palabras cuando las tradujo al Visir. Luego emprendieron la marcha atravesando la imponente puerta de Santa Catalina, defendida por las cuatro torres circulares, y se internaron por las estrechas callejuelas de la ciudad. Los siguió una escolta de soldados españoles.

 

 

 

El sol estaba alto en el cielo del mediodía. David miraba por la ventana de la cámara el azul del mar y, a lo lejos, confundidos con la niebla del horizonte, veía la silueta gris de los montes de la costa asiática. La comitiva estaba alojada en dos cámaras contiguas, cuyas puertas se abrían a la gran sala de audiencias del castillo. Mustafá Pachá ocupaba la mayor de ellas. Era asistido en todas sus necesidades por dos servidores de su séquito. Para David habían destinado una cámara pequeña, comunicada con la sala de audiencias por una puerta de madera. Soldados franceses, provistos de largas picas, montaban guardia. David tuvo la sensación de encontrarse otra vez prisionero.

Recordó la tarea que le había encomendado el Gran Visir, Piri Pachá, aquella tarde en la sala del Diván del palacio Topkapi. Cuando había entrado al recinto, el Gran Visir despidió a todos los dignatarios y sirvientes. Luego lo había invitado a sentarse sobre un cojín próximo a su trono. Le había asombrado esta gentileza que era inusual con un extranjero. El Gran Visir había hecho una seña. Un servidor entró en el salón trayendo un cacharro de cobre provisto de largo mango de madera, vertió un brebaje hirviente y oscuro en unos pequeños pocillos de porcelana azul que traía en una bandeja de plata y se retiró de prisa. El Visir había tomado uno de los pocillos y bebido lentamente un sorbo. Luego instó a David para que lo hiciera. La bebida sabía extraña, nunca la había probado, tenía un dejo amargo, aunque había sido endulzada con azúcar. El Gran Visir explicó que se trataba de un brebaje milagroso, que se llamaba kahvé y se preparaba con las semillas de una planta que había sido traída por unos pastores desde Asia central. Beberla daba grandes poderes y quitaba el sueño.

Una vez terminada la ceremonia del café, el Gran Visir había comenzado a explicar sin más rodeos el motivo del llamado: Solimán El Magnífico, luego de la victoriosa campaña del año anterior, que había culminado con la toma de la fortaleza de Belgrado, tenía la intención de conquistar el bastión de Rodas. Desde la base fortificada que tenían los Cruzados en esa isla, asolaban con sus galeras los mares del este del Mediterráneo y perjudicaban la navegación entre el Imperio y Egipto. Los informantes de la Sublime Puerta habían hecho llegar a los oídos del Gran Visir la historia de la esclavitud de David en Rodas y el trabajo que había realizado en las murallas. Lo que sabía acerca de la fortaleza era muy importante para el éxito de la expedición. De llegar a la victoria contando con la cooperación de David, serían grandes las recompensas. Solimán sabía premiar a los que lo ayudaban. Por ello lo llamaban "El Magnífico". Fue entonces que David se atrevió a proponer lo que deseaba como recompensa por su cooperación. Quería liberar a los esclavos judíos de Rodas. "Si logramos la victoria os será concedida", había sido la respuesta del Gran Visir Piri Pachá.

La entrada de dos cruzados anunciando que pronto les sería servida la comida, interrumpió estos pensamientos. Al poco tiempo llegaron a la cámara del Visir Mustafá Pachá unos esclavos, vestidos con las ropas del servicio de los cruzados, trayendo una fuente con un sabroso cordero asado y otra con aves de caza profusamente sazonadas. Dispusieron una mesa baja y sobre ella depositaron los alimentos. Trajeron luego jarras de limonada fresca. Sabían acerca de la prohibición del vino entre los musulmanes.

Un instante después entró otro esclavo a la cámara de David trayendo una fuente más modesta, donde humeaba un pescado sazonado con limón y salsa de tomate.

Cuando David levantó la vista de la fuente y miró el rostro del esclavo, quedó sin habla.

—Te debía esta comida —dijo Amín en voz apenas audible.

David tuvo que contenerse para no abrazar a su amigo.

—Quédate quieto, marino de aguas turbulentas. Es mejor que no sepan que nos conocemos. ¿Qué haces tú, así viva Dios, en esta misión de los sultanes?

David tenía también muchas preguntas para hacer. Primero le contó acerca de su cometido. Luego le preguntó a Amín el por qué de su presencia en la isla.

—Tu sabes, marino, que yo había prometido no pisar jamás una galera, ni siquiera un bote, luego de aquella, nuestra accidentada travesía en la tormenta y el naufragio cerca de Marmaris. Pero aconteció que un día, hallándome en Egipto, recibí la noticia de que mi hermana había quedado viuda con dos niños pequeños. Su esposo, que Dios lo tenga en su seno, había fallecido en la ciudad de Esmir. Entonces rompí mi promesa: corrí al puerto y abordé una galera que partía al anochecer para así acudir de prisa. Durante el viaje de regreso a Alejandría fuimos hechos prisioneros por los cruzados y traídos a esta isla. Mi hermana sirve como esclava en los aposentos de los señores y yo estoy destinado a las cocinas. Ahora tengo que partir, sospecharán si prolongamos nuestra conversación.

—Mis saludos, querido Amín. Tal vez regresemos pronto para salvaros, a ti, a tu familia y a todos los judíos esclavizados. En el Nombre de Dios.

—La paz sea con vos, David.

—Recuerda los colores de la bandera de nuestra Compañía, que son verde y blanco, donde los veas, allí estaré.

Amín contempló durante un instante a su amigo y luego salió de prisa de la cámara.

 

 

 

La luz del alba iluminaba el Este. El Sol no había despuntado aún cuando el caique se alejaba de la isla. En pocos minutos más abordarían la galera turca. David sentía alivio al encontrarse fuera de las murallas de la ciudad. Recordó la escena de la noche anterior en la gran sala de audiencias del castillo, cuando tradujo la misiva del Sultán ante el Gran Maestre. Vio cómo el rostro de Villers de l’Isle-Adam palidecía. En la carta, el Sultán anunciaba muy amablemente que, por la seguridad del Imperio, la Orden debía aceptar la soberanía turca o retirarse de la isla. En el caso de aceptar la retirada, juraba por El Corán que respetaría la libertad de los caballeros, sus barcos, sus riquezas y las reliquias de su religión. En caso contrario se vería obligado a tomar la ciudad por la fuerza.

Al escuchar estas palabras, el gran Maestre, preso de inusitada furia, no aceptó los presentes que el Visir le había entregado de parte del Sultán y abandonó la gran sala de audiencias sin responder.

Mas tarde, cerca de media noche, d’Amaral había llegado a la cámara donde dormía David y, luego de hacerlo despertar por los guardias franceses, le había entregado una carta del Gran Maestre rechazando los términos del Sultán. Fue entonces que David supo que habría guerra.






Capítulo IV



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