Parte II




Capítulo XXI


Venecia, 2 de mayo de 1508.

La sala del piso alto de la casa del Ghetto se hallaba en sombra. Los postigos cerrados dejaban pasar angostos rayos de sol primaveral y amortiguaban el bullicio de la plaza. Salomón de Córdova, Muchico y Judah Abravanel, de pie, hablaban en voz queda en un rincón. Frente a la mesa, junto a David de Córdova, estaban sentadas Sara, Déborah, Esther, quien tenía cubierta la cabeza con una mantilla negra y los ojos llorosos.

—En el nombre del Dios, tía Esther, que Isaac se va a curar —dijo David—. Lo atiende Judah, tu hijo, que es el mejor médico de Italia.

—No hay médico que haga milagros contra los designios del Señor —sentenció Esther.

una fuente un tazón de porcelana, humeante de caldo.

—¡Deja, niña, que se lo llevaré yo! —ordenó Esther.

—¡No! —dijo Sara— ¡entraré yo! Tú le contagiarás la tristeza que veo en tu rostro demudado.

Se puso de pie, tomó la bandeja de las manos de la criada, caminó hasta donde se hallaba Judah Abravanel y, con una mirada interrogativa, preguntó:

—¿Podremos darle de comer?

—Sí, entraremos juntos. Sólo tú y yo. La presencia de más personas lo pueden turbar.

Entraron sin hacer ruido por la puerta que conducía a la cámara de Isaac Abravanel.

David se acercó a su padre que se encontraba próximo a la puerta. Se había formado un grupo de judíos que habían llegado para acompañar al patriarca enfermo. Era Shabat. Los hombres entraban en silencio, se acercaban, susurraban palabras de consuelo, recordaban los acontecimientos vividos durante la expulsión, comentaban los sucesos del momento, decían algunas palabras de ánimo, auguraban una próxima mejoría "en el nombre de Dios" y luego se retiraban.

Judah salió del cuarto diciendo en un susurro:

—David, mi padre desea verte.

Entraron en la penumbra de la habitación. David acostumbró sus ojos a la tenue luz que filtraban las pesadas cortinas. La cama del enfermo, de gruesas columnas, estaba apoyada contra la pared sobre una tarima de madera. El anciano abrió sus ojos al escuchar a Judah que decía:

—Aquí está David.

—Acércate, hijo.

David se sentó en un banquillo al lado de la cama y tomó la mano que asomaba entre las sábanas.

—Cuéntame de Salónica. ¿Es cierto que El Sultán ampara a los nuestros?

David acercó la cabeza para escuchar la débil voz del anciano y luego respondió:

—Así es, en Salónica vivimos en paz los judíos, los musulmanes y los cristianos.

—Como antes en Sefarad.

—Y se escucha por las calles el habla de Castilla.

—En Venecia nos oprimen, ya no nos queda lugar en los reinos cristianos. David, quiero que estés atento. Los ejércitos del sultán vencerán a los cristianos y tomarán el bastión de la isla de Rodas. Será el signo de que la era del Mesías está próxima. Cuando Él llegue resucitarán los muertos y todos los pueblos conocerán la gloria del Señor.

David asintió con un gesto y luego oprimió la mano fría del anciano. Judah escuchaba, de pie, envuelto en la penumbra de la cámara.

Isaac Abravanel trató de incorporarse en el lecho. David lo ayudó y acomodó los almohadones de la cabecera.

—Abre ese arcón, Judah.

Judah tomó la llave que se encontraba sobre una mesilla al lado de la cabecera de la cama y abrió la tapa del pesado cofre.

—Encontrarás una bolsa de piel.

Judah extrajo una pequeña bolsa que estaba atada con un lazo de seda.

—Busca ahora una lámpara de metal.

Extrajo una lámpara de aceite que pendía de tres cadenas, sostenida por un aro de cobre con inscripciones en hebreo.

—Judah, esta es mi voluntad —la voz del anciano sonaba más fuerte—. Cuando yo no me encuentre en este mundo quiero que esta lámpara, y la bolsa, sean para David de Córdova. En la bolsa hay tierra de Sefarad. David, escucha bien. Si encuentras un lugar donde haya bonanza para los nuestros, como aconteció durante muchos años en España, planta un olivo y abónalo con esta tierra, para que crezca lozano —Isaac Abravanel dejó de hablar por un instante tratando de reunir sus fuerzas, luego continuó—: esta lámpara es la lámpara del templo de Toledo, que iluminaba La Toráh. Si hallas una tierra de paz, ponla allí, en un templo que llamarás Chalóm, para que la paz ilumine nuevamente nuestra Ley.

—Guardaré estas cosas en el arcón —dijo Judah, y agregó—: si Dios quiere vivirás muchos años, padre. Salgamos, David, que ya es la hora para el descanso.

David besó la frente de Isaac Abravanel y salió en silencio del cuarto.

 

 

 

Isaac Abravanel fue enterrado en el cementerio judío de Padua. Murió creyendo que la era mesiánica llegaría pronto, en pocos años; que los muertos resucitarían, como estaba escrito.

El periodista y escritor argentino, Nessim Elnecavé, en su libro: "Los Hijos de Ibero-Franconia", dice: "En 1509, encabezados por Maximiliano I de Habsburgo, los lansquenetes se arrojaron sobre Italia; la propiedad judía fue saqueada, primero por los austríacos y luego por los soldados venecianos."

La enciclopedia judaica nos informa que el cementerio de Padua fue destruido en la invasión de 1509 por los soldados germanos y hoy no se conoce donde descansan los restos de Isaac Abravanel.






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