Parte II




Capítulo XIX


Nápoles, 20 de mayo de 1505.

David y Yusuf habían llegado a Nápoles por la mañana, desde Salónica, con la flota de galeras. Transportaban una partida de pimienta y nuez moscada que debían entregar en el puerto de Valencia.

Habían cenado en la casa de Judah Abravanel, en el barrio alto de Nápoles, cuando el sol se ocultaba tiñendo de oro la bahía. Luego se sentaron sobre mullidos cojines de seda, con las piernas cruzadas a la usanza mora, ante un plato colmado de nueces y pasas de uva que un criado había dejado en una mesa baja.

Judah mantenía una conversación con Yusuf acerca de los estudios que el joven había terminado en Salónica. David no prestaba mucha atención; distraído, recordó las ciudades donde había estado luego de la expulsión: Florencia, Venecia, Nápoles, Rodas, Corfú. Ahora vivía en Salónica, en cuyas calles se oía hablar todas las lenguas de España. Vivía allí porque su padre le había encomendado dirigir los negocios de la Compañía en esa ciudad, además, ya no soportaba las fiestas y los lujos engañosos de Venecia y estaba disgustado por el fracaso de su misión ante La Serenísima para obtener la libertad de los judíos de Rodas. Se ocupaba frenéticamente del trabajo y procuraba aportar nuevos negocios a la Compañía. Quería pasar el mayor tiempo posible en el mar. Yusuf, que también amaba la navegación, lo acompañaba en sus viajes.

—¿Queréis beber buen vino de Nápoles? —ofreció Judah, y sin esperar respuesta, se puso de pie y sirvió el vino en copas de cristal.

—¿Será esta ocasión para festejar? —dijo David interrogando a Yusuf.

—Sí, si el Señor quiere —agregó el joven tomando la copa.

Judah miró a Yusuf y luego a David y preguntó:

—¿A qué os referís?

David contó entonces que esa mañana, en el puerto de Nápoles, cuando cargaban en las galeras las mercancías, había encontrado entre los diferentes bultos que bajaban a la bodega unos arcones con sedas para el Duque de Saboya. Harían entonces una escala en el puerto de Niza para entregarlos. Se presentaba una inesperada ocasión para entrar a esa ciudad y, sin despertar sospechas, buscar a los padres de Yusuf. Hizo una pausa para beber de su copa y terminó diciendo:

—Tal vez, si Dios quiere, se hallen allí Natán y Rebeca. Desde que fueron expulsados de Rodas, Yusuf no tiene noticias de ellos.

—¿Cómo haremos para sacarlos de Niza? Los oficiales de la Casa de Saboya no los dejarán embarcar —dijo angustiado Yusuf.

—Ten paciencia, que la paciencia es del sabio —aconsejó Judah.

—Urdiremos la forma de traerlos —afirmó David—. Tal vez hallemos algún medio para embarcarlos, si aún viven allí.

—Estoy seguro de que algún medio encontrareis —dijo Judah, y, mientras bebía de la copa de vino dulce, comenzaba a relatar los últimos acontecimientos del Reino de Nápoles: Gonzalo de Córdoba había derrotado finalmente a los franceses y conquistado definitivamente la corona de Nápoles para el reino de Aragón. Gonzalo era ahora el Virrey y él era médico personal del Gran Capitán. Los Barones se oponían todavía a establecer la inquisición y a la expulsión de los judíos.

—La reina Isabel, la aborrecible, ha muerto —continuó relatando Judah—. Habrá problemas por la sucesión de Castilla. Fernando tiene partidarios y enemigos. Muerta la reina, que Dios destruya su nombre y su memoria, la corona de Castilla le corresponde a su hija Juana, que dicen que está loca. Su marido, Felipe, no tiene muy buenas relaciones con el rey Fernando. Por lo menos así afirman nuestros informantes. Creo que habrá problemas en Castilla.

—Debes estar atento, Judah —dijo David—. Corres peligro en Nápoles. En cualquier momento puede suceder alguna desgracia para nuestro pueblo. Si vienes a Salónica te recibiré con gusto en mi casa.

—Pierde cuidado que siendo médico de Gonzalo de Córdoba estoy a salvo —dijo Judah, y luego, cambiando con intención de tema, agregó—: Antes de tu partida quisiera que leas lo que estoy escribiendo. Espero tu consejo.

Mientras hablaba, abría delante de David un cuaderno escrito en pequeños caracteres latinos.

David leyó en silencio.

—Pero Judah, esto es lo que conversamos en la isla de Venecia —dijo David luego de leer algunos párrafos.

—Así es.

—Pero no lo digo yo, lo dice esta mujer, Sofía.

—Puse una parte de nuestro diálogo en boca de un personaje, David. ¿Recuerdas lo que decía sobre las formas Pico de la Mirándola?

David recordaba, recordaba las clases en Florencia, sus primeros pasos en el saber. Le parecía que todo ello había pasado en una época muy lejana. Muchas cosas habían sucedido desde entonces. Recordó a Shoshana durmiendo en el cuarto superior de la casa de Nápoles, una casa como la de Judah Abravanel, con el aroma y los sonidos que venían de la ciudad. Luego dijo:

—Quisiera tener una copia del manuscrito.

—Es la única copia que poseo, David. El libro está compuesto de tres partes. He terminado la primera y en poco tiempo más concluiré la segunda. Haré una copia para ti y te la haré llegar a Salónica.

—Estaré muy halagado, Judah. Una vez que lo lea te enviaré una carta con mi parecer —dijo David.

—Mientras leías, David, estuve cavilando acerca de la forma de embarcar a los padres de Yusuf en Niza —dijo Judah—. Pensé lo siguiente: cuando arribéis al puerto, podréis pasar toda la carga de especias que están en vuestra galera a las otras naves de la flota y así vuestra galera estará más liviana. Las naves cargadas pueden seguir la travesía hasta Valencia. Si halláis a los padres de Yusuf, podréis, con sigilo, embarcarlos durante la oscuridad de la noche. Cuando por la mañana todas las galeras zarpen, los Oficiales de Saboya no sospecharán. Lejos ya del puerto de Niza, vuestra galera podrá desviar su rumbo y, sin carga, navegar muy rápido a Salónica. Allí, con la ayuda de Dios, con un buen viento franco, y si burláis a los piratas, estaréis a salvo con vuestros padres, Yusuf.

—Magnífica idea —se apresuró a afirmar el joven.

—Sí, tal vez tengamos éxito —dijo pensativo David—. Durante la singladura a Niza hablaremos de los pormenores de esta trama —y agregó—: se hace tarde. Ven, Yusuf, debemos retirarnos. Hoy fue un largo y fatigoso día. Mañana partiremos al alba, con la ayuda de Dios.

 

 

 

En una semana de buenas singladuras las galeras de la Compañía llegaron al puerto de Niza. Estaban amarradas, con sus velas recogidas y los remos rojos, inmóviles. Los cargadores desembarcaban los arcones con las sedas de la Casa de Saboya.

David había saltado a tierra junto con Yusuf y caminaba por la senda costera que rodeaba al monte del castillo en dirección a la ciudad. Judah Abravanel había indicado que los judíos de Niza moraban en una calle próxima al mercado. Yusuf apuraba el paso, impaciente.

Dejaron atrás el castillo y llegaron a una playa donde algunas barcas de pesca descansaban sobre la arena. En el mar se veían, a la distancia, las velas de otras barcas pesqueras que iban y venían arrastrando pesadas redes.

Abandonaron la playa y subieron hacia la ciudad. La plaza del mercado estaba vacía. Sólo algunas mujeres limpiaban las mesas donde, luego del mediodía, sus esposos volcarían el cargamento de pescados.

David preguntó a una aldeana por la calle de los judíos. La mujer no comprendía las preguntas; finalmente señaló algunas casas que se veían al fondo de una estrecha calleja que se abría a la plaza del mercado. Yusuf comenzó a trotar en la dirección señalada. David agradeció a la mujer y corrió en pos de su joven amigo.

Yusuf golpeó en la primera puerta. Nadie respondía. Golpeó nuevamente. Una anciana de cabellos blancos, vestida de negro, entreabrió la puerta. Yusuf le habló en griego. La mujer contestó en el mismo idioma. Eran judíos de Rodas. Natán y Rebeca vivían en una casa tres puertas mas arriba.

Yusuf saltó los pocos pasos que lo separaban de la casa y golpeó la puerta. Cuando se abrió, David reconoció, tras la barba, ahora poblada de cabellos de plata, el rostro envejecido de Natán, que se confundió en un largo abrazo con Yusuf.






Capítulo XX



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