Capítulo XVI


Salónica, 27 de abril de 1503.

Un portal que se abría al desembarcadero de Salónica permitía el ingreso a la casa de Joseph Passí. En el frente estaban los almacenes, siempre abarrotados de mercancías, sedas suntuosas, fragantes especias importadas de oriente, ánforas llenas de aceite de oliva y rústicas piezas de lana. Luego de los almacenes se ingresaba a un patio rectangular pavimentado con guijarros donde crecían limoneros y rumoreaba una fuente. A la galería que rodeaba el patio se abrían los cuartos de la familia. David estaba sentado en un banco de piedra, protegido del sol del mediodía por la sombra de una higuera. Una brisa cálida del mar traía el sonido lejano de los gritos y canciones de los cargadores del puerto y un penetrante aroma mezclaba azahares, especias y sal marina.

Pronto llegaría Yusuf de la casa que quedaba junto a la Sinagoga de Castilla. Luego del almuerzo se reunirían con los mercaderes más importantes de la ciudad: Samuel Capsali, Jacob ben Habib y el dueño de casa, Joseph Passí. David expondría ante ellos sus ideas para que el puerto de Salónica fuera una nueva escala de la Compañía en las rutas hacia el Oriente.

Una nube cubrió el sol. El viento, que por la mañana era una brisa cálida del Sur, ahora soplaba en ráfagas frías del Norte. Habría mal tiempo. Escuchó un trueno lejano que le trajo el recuerdo de la tormenta en Rodas. Revivió la huida de la isla: la barca de pesca corriendo el temporal, las rocas de la costa en el amanecer de tormenta, la lluvia torrencial, la barca que se estrella contra los acantilados, las olas que los arrojan sobre la peligrosa costa. Recordó a su compañero de fuga, el egipcio Amín, recordó el esfuerzo para rescatar el cuerpo del cocinero de las embravecidas aguas, el reposo en la saliente del barranco mientras el sol asomaba entre las nubes. Y luego una sensación de alivio: ya eran libres y estaban a salvo en la costa de Asia, en los dominios del Gran Turco.

Los truenos se escuchaban más cerca anunciando la tormenta. La señora de la casa, Rica Passí, ayudada por una criada, acomodaba la mesa en un salón que se abría al patio. Se acercó a David con un vaso de limonada y los infaltables bollos de acelga.

—Para que la espera no se te haga larga —dijo, y regresó a la cocina para continuar con sus tareas.

Volvió a sus recuerdos. Vio a Amín subiendo por el acantilado, la ropa en jirones, jurando que jamás volvería a navegar en el mar. Lo vio caminando por el polvoriento sendero diciendo que él era un hombre de tierra y que en la tierra se quedaría.

Habían llegado al poblado de Mármaris luego de media jornada de marcha, hambrientos, con la ropa andrajosa y el cansancio en todo el cuerpo. Allí los había socorrido una familia judía. Estuvieron algunos días alojados en la humilde morada. Fueron días de descanso. Una vez repuestos decidieron partir. Tomaron caminos distintos: Amín, junto con Mijal, se marchó hacia el sur, a Egipto, con la caravana de camellos de una tribu de beduinos; David y Yusuf emprendieron la ruta al norte, hacia Esmirna, donde esperaron la llegada de la flota de galeras turcas que se dirigía a Salónica y luego a Estambul.

—Habrá tormenta —dijo Joseph Passí que retornaba con Yusuf de la casa de estudios—. Este joven debe estar hambriento después de tanto aplicarse para aprender la lengua de Castilla.

Pasaron a la sala contigua a la cocina, donde Rica Passí tenía pronto el almuerzo que consistía esta vez en tomates rellenos con carne picada y trigo.

David y Yusuf habían sido recibidos como hijos por Joseph Passí, quien era un viejo amigo de Isaac Abravanel. Se habían conocido en la ciudad de Toledo antes de la expulsión. En Salónica, Joseph había fundado una academia de estudios. Isaac Abravanel había enviado, luego de la salida de España, a su hijo menor, Simón, a estudiar en Salónica. Ahora Yusuf también estudiaba en la misma academia.

—Sabes, David, Salónica se está tornando una ciudad española —dijo Joseph con voz de maestro—. Cada día vienen más expulsados de todas las ciudades de Sefarad: de Toledo, de Sevilla, de Málaga y también de Zaragoza. No vinieron directamente a esta ciudad. Erraron por muchas comarcas pero en ninguna se afincaron. El fin de sus peregrinajes fue cuando arribaron a las tierras del Turco. El sultán Bayaceto favorece el establecimiento de los nuestros en sus tierras, en Esmirna, en Estambul, y también acá, en Salónica. Dice que Fernando, al que el Papa llama "El Católico", no debe ser muy inteligente si dejó salir de sus tierras a un pueblo tan fecundo como el nuestro. Los oficiales turcos tienen la obligación de facilitar el establecimiento de los nuestros. Podemos edificar casas en cualquier lugar de las ciudades, no estamos obligados a vivir confinados en un sólo barrio y por dos años luego del arribo estamos libres de pagar tributos. Además de judíos también llegan conversos de Portugal y de España, cansados de opresión y de humillaciones. En Salónica pueden volver a practicar libremente nuestra fe y quitarse la máscara de cautela y secreto.

—Sí, caminar por las calles cercanas al puerto me hacen recordar a España. Se escucha hablar la lengua de Castilla o la de Aragón, tanto por las avenidas como en el mercado —acotó David y, mirando a la dueña de casa, agregó—: por favor, señora Rica, ¿podría servirme otro tomate relleno? ¡Esta comida es deliciosa!

Comieron un rato en silencio y luego Joseph Passí continuó pensativo:

—Tú sabes que en esta ciudad viven en paz los fieles de las tres religiones. Los turcos que siguen al Profeta, moran en la colina, en un sitio cercano a la fortaleza; construyen allí sus mezquitas con altos minaretes desde donde llaman a oración cinco veces por día. Tú los has escuchado.

David asintió con un gesto de la cabeza. Joseph continuó:

—Los griegos cristianos, que siguen al patriarca de Estambul, la antigua Constantinopla de los bizantinos, viven sobre la costa, del lado de la Torre Blanca y nosotros vivimos en el barrio del puerto y cerca del mercado. Los turcos nos permitieron construir nuevas sinagogas. Todos los días, en cada galera, en cada caravana, llegan judíos, que El Señor los proteja, desde los rincones más remotos los reinos cristianos.

—Sí, Salónica es una Babel de lenguas —dijo Yusuf pronunciando mal el castellano, el rostro rojo por su intervención.

—Hablas muy bien Yusuf —agregó David—. Si te esfuerzas hablarás con soltura la lengua de Castilla, como yo hablo el griego. Lo aprendí en Florencia cuando tenía trece años, como tú tienes ahora.

—En Salónica hay una Babel de lenguas, como bien dice Yusuf —comenzó a explicar en su habitual tono de maestro Joseph Passí—. La lengua oficial, la de las relaciones con el poder, es el turco, que yo tuve que aprender por mis ocupaciones en la comunidad. Por otra parte, los habitantes que ya vivían en Salónica antes de llegáramos nosotros de Sefarad, tanto los cristianos como los judíos, hablan griego, como tú, Yusuf. Están luego los recién llegados a estas tierras benditas, que hablan las lenguas romances del latín vulgar: castellano, portugués, gallego, aragonés, napolitano, siciliano; las lenguas de los judíos expulsados.

—Hablando de las lenguas —dijo Yusuf—, en el templo de Castilla una persona preguntó por ti, David.

—¿Quién era?

—Alguien que me habló de un ancho río con un molino de agua.

—¡El Guadalquivir! —exclamó David— ¿Quién te habló de mi molino.

—Alguien que quiere ver otra vez tu rostro. Dice llamarse Meir Melamed.

Entonces se escuchó un trueno y luego el sonido de las primeras gotas de lluvia que golpeaban monótonas sobre el tejado.

 

 

 

Al día siguiente, David se reunió con Meir Melamed frente a la casa de Joseph Passí. Ya no llovía y el sol intentaba asomar entre las nubes de tormenta. Caminaron a lo largo de la costa hacia la Torre Blanca. El pavimento de piedras irregulares estaba marcado por las huellas que dejaban en el lodo los carromatos cargados de mercancías. Varias galeras estaban amarradas al desembarcadero. Los mozos sacaban bultos de los depósitos del puerto y los subían en las naves.

—¡David de Córdova, benditos los ojos que te ven! —dijo Meir Melamed—. Luces igual como tu padre, así viva Dios, aunque creo que eres más alto. Al saber que tu estabas aquí, quise verte.

David sonrió. Meir Melamed había cambiado; aunque todavía no había cumplido los cincuenta años, parecía mayor. Estaba vestido a la usanza española. Tenía el porte erguido y la mirada altanera. El rostro, surcado por muchas arrugas, denotaba tristeza.

—¡Por fin pude salir de España! ¡He venido a estas tierras del Sultán con toda mi familia! En Sefarad sufrimos muchas penurias, hijo. Tú no sabes lo que es el terror. Tuvimos que burlar a la Inquisición, pues todos los conversos están allí vigilados. Cualquier pelagallos puede hacer una denuncia secreta y entonces tu vida y la de tu familia están en peligro. Puedes consumirte en prisión o terminar en el quemadero. Yo estuve casi un año en las mazmorras. Mi esposa perdió el hijo que estábamos esperando, que Dios lo bendiga, y ahora no podemos tener más niños.

David quería hacer muchas preguntas pero Meir Melamed no detenía su discurso, como si tuviera que decir todo de un sólo tirón y así aliviar su alma.

—¡Me torturaron! Con la tortura uno termina confesando todo lo que los inquisidores desean con tal de poner fin al tormento. Tuve que confesar que había judaizado, cosa que no era cierto, para que luego fingiera arrepentimiento y fui reconciliado. Perdí parte de mis bienes que confiscó La Inquisición y colocaron un Sanbenito con el nombre de mi familia colgado en la catedral de Córdoba. Yo tuve que vestir durante dos años una túnica amarilla con leyendas ofensivas escritas en el pecho y en la espalda. Los chiquillos me seguían con burlas cuando caminaba por las calles de mi querida ciudad.

Se habían alejado de la zona de descarga de las galeras y se escuchaba el sonar de sus pisadas en el desparejo pavimento de piedras. Luego Meir Melamed continuó:

—Para salir de España tuvimos que simular un viaje de negocios a Palermo, de allí abordamos una galera hacia Creta y luego, la flota veneciana que hace la ruta a Salónica. Pudimos escapar, gracias a Dios, mi señora y mis hijos. Que Dios los guarde.

Habían llegado a la torre blanca donde terminaba el desembarcadero, atravesaron la puerta de la ciudad y salieron fuera de las murallas. Se internaron por un sendero que transcurría entre montes de olivos y huertas de frutos y que se alejaba del mar.

—Lo que me impulsó a dejar España fue, en verdad, que nos cerraron todas las puertas —continuó Meir Melamed casi sin tomar aliento—, las puertas de todos los oficios, de todas las artes, del clero, y de toda ocupación digna. Mi hijo, José Pérez Coronel, no pudo ingresar en la escuela notarial de Toledo porque allí sólo consienten cristianos viejos con cuatro generaciones sin sangre judía, y ningún hijo de reconciliado por La Inquisición. ¡Hasta los reyes han firmado un edicto que no permite a los conversos ir a las tierras de las Nuevas Indias, donde dicen que hay grandes riquezas!

Llegaron a la cima de una colina que permitía ver toda la ciudad, la campiña y el azul intenso del mar. Se sentaron a la sombra de unos cipreses. El sol brillaba despejando las nubes.

—David, yo creía sinceramente en el Mesías de los cristianos —continuó Meir Melamed—, creía que el Edicto de los reyes era justo, que la Iglesia nos acogería en sus brazos, que mis hijos estarían a salvo en ella y podrían vivir en paz. Pero se estableció la Inquisición, y también los Estatutos de Limpieza de Sangre. ¡Fui torturado! ¡Piensan que tenemos la sangre maldita!

Dejó de hablar, tenía la vista perdida en el azul. Se escuchaba sólo el trinar de unos pájaros y el suave rumor de un arroyo que serpenteaba entre las piedras pocos pasos más abajo. David no tenía respuestas. Escuchaba aterrorizado el relato de este hombre que venía de Sefarad. Había oído muchas historias acerca de lo que sucedía en España, siempre contadas por personas que habían conocido los hechos por la narración de algún otro. Este, en cambio, era un relato directo, de alguien que había vivido en la España de una sola religión; y Meir Melamed se complacía en contarlo todo, como si contándolo aliviara el peso que oprimía su alma. Entonces David se atrevió a formular una de las preguntas que quería expresar desde hacía largo rato:

—Abraham Señor, ¿cómo murió?

—¡Que vivas tú muchos años, David! Abraham Señor, que Dios lo tiene entre los suyos, murió con el Shemá en los labios. ¡Te juro por mis hijos que yo lo escuché!

David recordó cuando el anciano patriarca llegaba a la casa de los Córdova; recordó el orgullo que sentía porque el Rabino Mayor de Sefarad se alojaba en la vieja casa familiar de la calle de Las Flores. Era verdad que Abraham Señor había muerto recitando el Shemá, la antigua plegaria judía al Dios Único. Sintió que el anciano patriarca no lo había defraudado. Entonces formuló la otra pregunta:

—¿Y el molino, Meir Melamed? ¿Qué fue del molino que tú habías comprado?

—Cuando supe que estabas en esta ciudad, si quise verte fue por el motivo del molino, David. Lo vendí poco antes de partir. El comprador fue Fernando Nuñez Cardozo, que también es de los nuestros. El molino está en buenas manos. Me pagó por él dos mil maravedíes, que es lo que vale en oro.

Sacó de su bolsa una hoja de papel doblada en cuatro y se la entregó.

—Esta es una letra que vale dos mil maravedíes cobrables a un rico mercader de Venecia. Yo no puedo ir a los estados cristianos pues en España saben ya de mi fuga, y la Inquisición tiene el brazo muy largo. Entrega esta letra a tu padre, David, que quiero pagar la deuda que con él tengo, y así podré seguir mi camino en paz. Me marcho a Estambul para aprender los secretos de la Cabala.

—Le daré esta letra de cambio a mi padre cuando regrese a Venecia —dijo David tomando el papel.

—Dile que yo le deseo que viva muchos y buenos años, que guardo siempre un grato recuerdo de su persona.

—Así lo haré.

—Espera, David, que tengo algo para ti…

—¿Para mí?

Meir Melamed sacó de su bolsa un objeto de hierro oscuro que David reconoció al instante.

—Es la llave del molino. La traje para que la tengas siempre de recuerdo, para que te sirva de talismán en tus horas de alegría y en los días de dolor y desesperación; para que sea el símbolo de las nueve emanaciones divinas, y para que te ayude a llegar al Señor.

 

 

 

Podemos, ahora, dejar a David contemplando la llave del molino del Guadalquivir y remontarnos nuevamente con la imaginación por el cielo de Salónica y dirigir nuestra mirada hacia España donde comienza a gestarse una nueva amenaza contra los judíos.

¿Cómo hablamos de judíos en España si todos habían sido expulsados en el año 1492? En realidad, los que habían quedado en los reinos gobernados por los recién nombrados "Reyes Católicos" —mediante una bula del Papa Alejandro— eran judíos conversos. Algunos se habían convertido, como Abraham Señor y Meir Melamed, luego de conocido el Edicto de Expulsión y otros lo habían hecho en épocas anteriores. Por aquellos años, en la España de fines del siglo quince, ya eran todos cristianos. Pero comenzaron las diferencias. Se creó la categoría de "cristianos nuevos" o "conversos" para distinguirlos de los "cristianos viejos" o "cristianos lindos". La Inquisición persiguió a los conversos sospechosos de judaizar y en muchos casos los condenó a la hoguera, con acusaciones, a veces ciertas y otras, falsas. En verdad, el pueblo español seguía viendo a los conversos judíos como algo extraño, como extranjeros, aunque las familias judías vivieran en la península desde hacía muchos siglos, en las mismas casas, en las mismas ciudades, y convivieran con los cristianos en las actividades comerciales y hasta en las campañas militares. Aunque ahora profesaran también la religión de los cristianos, de cualquier manera eran vistos como extraños. Entonces, la frase debería ser la siguiente: "Allí comienza a gestarse una nueva amenaza contra los judíos conversos —o lo que es lo mismo— contra los cristianos nuevos".

Es así que principian a adoptarse en España los llamados "Estatutos de Limpieza de Sangre". Consistían en la prohibición del ingreso de "cristianos nuevos" a las instituciones españolas. Cada institución hacía sus propios estatutos. Primeros en excluir de sus claustros a los conversos fueron las órdenes religiosas como las de los dominicos, los gerónimos, los jesuitas. Los siguieron luego las universidades de Salamanca y Alcalá de Henares. Finalmente fueron apartados de los gremios, de los oficios, de la magistratura del reino y también de la milicia. Así fue que los Estatutos de Limpieza de Sangre se extendieron lentamente por todas las instituciones de la península. Muchas veces se requería un escrito ante notario público en el que constara que el postulante no tuviera ningún ascendiente judío o relajado por la Inquisición por cuatro y hasta siete generaciones —nuevamente vemos la doctrina de la Inquisición que hace recaer la culpa de los padres sobre los hijos—. Estas severísimas condiciones impidieron, por varios siglos, a los conversos y a sus descendientes, ocupar cargos de importancia en el tejido dirigente de España y sirvieron para expulsar de su seno a los cristianos nuevos que ya estaban en estas instituciones. Marcaron, hasta el día de hoy, en el carácter de los españoles, la obsesión por la nobleza, los linajes, los libros de genealogía y la heráldica. Se exigían certificados de limpieza de sangre, que por supuesto debían ser expedidos por cristianos viejos, respetados y de sangre limpia de toda mancha judía. Los postulantes para ingresar a cualquier institución tenían que hacer largas demostraciones de su linaje puro. Llegaron al extremo de que un pretendiente, que pertenecía a alguna familia cuyo abolengo estaba ya demostrado por algún antepasado anterior, debía comenzar nuevamente con la probanza. No bastaba con ser "cristiano limpio", había que demostrarlo.

Los Estatutos de Limpieza de Sangre cruzaron el océano, junto a la Inquisición y sus implementos de tortura, en las carabelas de los conquistadores españoles de América. Fueron parte integrante de las colonias Españolas en el Nuevo Mundo hasta el siglo pasado. En nuestro país, los tribunales de la Inquisición fueron suprimidos por la asamblea del año trece el 24 de marzo, y los implementos de tortura quemados en la Plaza Mayor —hoy la Plaza de Mayo— el 23 de mayo de ese año. En España también fueron abolidos, primero durante la invasión napoleónica de 1812, para luego ser restaurados, hasta que se eliminaron finalmente en las últimas décadas del siglo XIX.

Mis abuelos llegaron a la Argentina a comienzos de este siglo expulsados por las escasas perspectivas de trabajo de una isla del Mediterráneo oriental dominada por el entonces decadente Imperio Turco. Vinieron atraídos por las promesas de ocupación y libertad que garantizaba nuestra Constitución, que llamaba a: "todos los hombres de buena voluntad que quieran habitar el suelo Argentino".

Vinieron hablando el dulce español del siglo quince, mezclado con algunas palabras en griego, turco y hebreo. Es el idioma que yo escuchaba en mi niñez, con sus giros arcaicos, sus refranes y dichos oportunos, su entonación extraña, que a nosotros nos causaban gracia, y que ahora son motivo de investigación, y que ya no oigo más.

Y nosotros, sus descendientes, sus hijos, nietos y bisnietos que habitan este bendito suelo que los cobijó, nos encontramos acá, en América, en el final del siglo veinte, con Estatutos de Limpieza de Sangre no escritos. Porque los estatutos escritos fueron abolidos hace casi dos siglos, pero otros estatutos similares permanecen vigentes, sugeridos, sigilosos, como remanente de aquellos, escritos en España durante una época de intolerancia. Si alguien pregunta por ellos seguro que serán negados. Pero el hecho real es que los judíos en la Argentina —del mismo modo que otras minorías étnicas o religiosas— tienen restringido su ingreso a las fuerzas armadas, al servicio de relaciones exteriores, al poder judicial, a muchos selectos clubes, a ciertas escuelas. Se sabe que en algunos lugares y en determinados cargos los judíos no entran. De eso no se habla, no se lo menciona. Si algún miembro de estas minorías intenta ingresar, se le dice discretamente al candidato que no es aceptado, y si a pesar de ello logra entrar, desafiando estos estatutos, no avanza en su carrera. Son disuasivos. Tal es así que los padres aconsejan a sus hijos no inscribirse en las carreras o instituciones donde saben que serán rechazados.

Entonces, los judíos, cuyos ancestros habían escapado de España para conservar su fe, que vinieron a América buscando libertad y trabajo, encontraron estos estatutos, resabio de una España intolerante, que impiden a sus hijos ejercer ciertas profesiones y ocupar algunos cargos para los que están perfectamente calificados. De esta forma se convierten en ciudadanos de segunda categoría. Es una broma del destino que esto suceda en América, tierra de oportunidades y libertad, y la paradoja es que estos estatutos son letra muerta en España pues: en España, ¡ya no quedan más de aquellos antiguos Judíos!






Capítulo XVII



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