Parte II




Capítulo XIII


Mar Jónico, 22 de noviembre de 1502.

David se despertó con un fuerte dolor en la cabeza que se hacía más intenso por los bruscos balanceos de la nave. Todo estaba oscuro. Quiso tocar el lugar donde sentía dolor; entonces se dio cuenta de que tenía aferrada su mano derecha y su pie con grillos de hierro. La cadena era pesada, con eslabones gruesos como un dedo, y estaba amarrada a un madero de la nave que no llegaba ver en la oscuridad. Se tocó la cabeza con la mano que estaba libre. Sintió algo duro y pegajoso en su cabello. Debía ser la sangre reseca de una herida. Recordó el golpe que había recibido cuando había entrado en el Templo.

La nave se balanceaba en un mar encrespado. David prestó atención a los sonidos. Entre el romper de las olas contra el casco, el silbar del viento en las jarcias y el golpeteo de las drizas en los obenques, escuchó la respiración acompasada de otros prisioneros que dormían. No estaba solo. Trató de incorporarse pero no pudo y, sintiendo mucho frío, perdió otra vez la conciencia.

 

 

 

Un rayo de sol que se filtraba por una pequeña escotilla que había en el techo le rozaba los ojos. Todavía se hallaba en la galera. El mar ahora estaba calmo. Se incorporó y miró en derredor. Era la sentina de una nave de prisioneros. Padeció el hedor de las aguas estancadas que había debajo de las tablas sucias del piso. Aún le dolía la cabeza. Todavía hacía frío. Sí, estaba en la sentina de una nave de prisioneros. Había unos veinte hombres encadenados a los maderos. Reconoció a judíos de la comunidad de Corfú. Todos los varones, jóvenes y ancianos, estaban prisioneros. A su lado, Rab Nahmias, que era el médico de la comunidad, lo miraba.

—Has despertado, David —dijo el anciano en voz baja y luego agregó— llevas dos días durmiendo. Temíamos por tu vida.

—¿Qué ha sucedido?

—Tendremos tiempo para hablar de ello luego. Primero debes comer y recuperar tus fuerzas. Has perdido mucha sangre que por suerte dejó de fluir. Tu herida ha comenzado a curarse.

—Me duele —dijo David llevando su mano libre nuevamente a la cabeza.

—Padecerás del dolor por muchos días y luego pasará. Si el Señor lo quiere. Debes comer, David. Toma este pan que he guardado para ti y bebe un poco de agua. Te hará bien. Los alimentos son la mejor medicina. Ponte fuerte, que con la ayuda del Señor, sanarás.

No tenía hambre, pero ante la insistencia del anciano se obligó a comer un bocado del pan, que estaba duro, y beber un sorbo de agua sucia. El esfuerzo para alimentarse fue excesivo, pero luego se sintió mejor. Entonces Rab Nahmias comenzó a contar:

—Cuando estábamos en el templo, el viernes por la tarde, en cuanto se puso el sol, antes de que cerraran las puertas, los piratas entraron en la ciudad. Debieron de haber usado algún engaño, alguna simulación, porque nadie dio la alarma, nadie sospechó. Asaltaron en silencio las casa más ricas y tomaron prisioneros a todos los hombres que rezaban en la sinagoga. Luego emprendieron la huida. Franquearon la puerta del sur y mataron a los soldados de guardia. Por fin nos condujeron hacia las naves y se hicieron a la mar antes que la ronda pudiera dar la alarma. No molestaron a las mujeres, gracias a Dios. Tenían mucha prisa y tal vez no querían perder el tiempo con ellas y luego tener que enfrentarse con los soldados que defendían la ciudad. ¿Qué habrán pensado nuestras esposas cuando vieron que ninguno de nosotros regresaba? ¿Qué terror habrán sentido al descubrir que habíamos sido tomados por los piratas? ¿Habrán dado ellas la señal de alerta en la ciudad? Si lo hicieron, fue tarde. Por entonces, ya las galeras navegaban hacia el sur a toda vela, y nosotros, encadenados en esta sentina. Los piratas actuaron muy rápido. Dicen que nos venderán como esclavos si los judíos de Venecia no pagan el rescate…

—¿Sabes quienes son? —interrumpió David.

—Son piratas turcos, según parece. Uno de ellos, que suponemos que es el capitán, habla griego y nos entendimos. Es de aspecto imponente, le dicen Harouj Barbarroja, sus hombres le tienen un gran respeto. Por él supimos que buscaban esclavos para un príncipe cristiano.

—¿Un príncipe cristiano?

—No nos reveló el nombre, tampoco la ciudad que gobierna. Sólo sabemos que es un príncipe que paga bien por los esclavos, esclavos judíos. A estos corsarios malvados no les importa cuál es la religión de quién les paga, sino la cantidad de monedas de oro que reciben por cada prisionero.

—¿Dónde nos conducen?

—No sabemos. Dicen que todavía faltan algunos días de viaje. No nos permiten subir a cubierta y no podemos conocer nuestro derrotero. Algunos creen que vamos hacia el sur, porque ven las estrellas durante la noche. Yo no conozco de estrellas y de rumbos. Espero que El Señor nos ampare.

Menguaba la luz de un sol que se ponía, que no podían ver. Rab Nahmias comenzó a recitar la oración de la tarde. Lo acompañaron el resto de los judíos.

"Bendito Tú, Adonai, Nuestro Dios, Rey del mundo, que con tu palabra haces atardecer las tardes, con tu sabiduría abres las puertas, con tu entendimiento haces mudar las horas, y haces cambiar los tiempos, y haces ordenar las estrellas, en sus guardias en el cielo como su voluntad, creas el día y la noche, giras la luz delante de la oscuridad, y oscuridad delante de luz. Y haces pasar el día y traes la noche, haces apartar entre el día y entre la noche. Bendito tu Adonai, que haces atardecer las tardes."

Y David se encontró orando luego de más de un año de no rezar.






Capítulo XIV



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