Parte II




Capítulo VIII


Nápoles, 17 de junio de 1499.

La luna que iluminaba la bahía, reflejaba en el mar la claridad velada de la noche, contra la que se recortaban las líneas negras de los mástiles y las sombras oscuras de las torres que defendían la ciudad. Desde la ventana de su cámara, David miraba hacia el puerto de Nápoles. Escuchó la respiración de Shoshana que dormía sobre la amplia cama con dosel. Un gallo cantó anunciando el alba. Recordó la carta que había recibido de su padre. El sobre lo había estado esperando en el Palacio Corradi cuando regresó a Venecia luego de un largo viaje en las galeras. Reconoció el sello de la Compañía. Subió corriendo por las escaleras de mármol hasta su cuarto y rompió los sellos de laca. Ansiaba tener noticias de los suyos. Hacía ya tres años que estaba alejado de la familia.

Se había enterado entonces que estaban nuevamente instalados en Nápoles. El rey Ferrante había muerto sin herederos y lo había sucedido su primo, Fadrique, que también era primo de Fernando de Aragón. Fernando, El Católico, ante un pedido de Fadrique, envió un ejército, al mando de Gonzalo Fernández de Córdoba, que había cruzado desde Sicilia a Raggio, avanzado por Calabria, derrotando a los ejércitos franceses, entrado triunfante en Nápoles y repuesto a Fadrique en el trono. Isaac Abravanel continuaba en el cargo de tesorero del reino y la familia había retornado a Nápoles. Era necesario que David volviera a la ciudad para ocuparse de algunos asuntos muy urgentes, —los cuales no aclaraba—. La carta lo había dejando perplejo.

Apartó la vista del puerto y contempló a su esposa. La sábana que la cubría se había deslizado revelando parte del cuerpo pálido, desnudo. Vio las finas piernas, la curva suave de la cadera, el pelo largo, negro, ondulado, que caía en cascada ocultando apenas el esbelto cuello. Shoshana Cohen dormía profundamente.

David volvió a la cama y cubrió delicadamente el cuerpo de su mujer con la sábana de lino. Se acostó. Miró la cámara que su padre había mandado a construir en la azotea para los novios. Sobre el banco que estaba contra la pared, un aguamanil de porcelana blanca reflejaba la luz de la luna. Sintió la tibieza que desprendía la delicada piel de Shoshana y recordó la noche de amor. Cuando los últimos invitados a la boda se habían retirado, los novios habían subido de prisa, tomados de la mano, las escaleras que llevaban al cuarto. Shoshana Cohen había apagado las candelas de la alcoba dejando solamente una encendida —no deseaba que David la observara mientras se desvestía—. Entonces le había pedido tímidamente que mirara hacia otro lado, sin volverse, mientras ella se quitaba el complicado atuendo blanco, de novia. Cuando estuvo lista le dijo en voz baja que podía venir. David se acercó por el lado de la cama que daba a la pared y se desnudó dejando sus ropas acomodadas sobre la silla. Shoshana, de espaldas, miraba hacia la ventana. Se introdujo entre las sábanas en silencio y sintió el suave perfume de jazmín que desprendía el cuerpo de su mujer. No la tocó. Shoshana hablaba en un susurro pues sabía que la familia Córdova: Salomón, Sara, Muchico y Déborah estarían despiertos y, entre risas contenidas, querrían escuchar las voces y los ruidos del cuarto de los recién casados.

David acarició suavemente la piel y sintió el estremecimiento de su mujer —era la primera vez que un hombre tocaba su cuerpo—. La abrazó. "No tengas miedo" le había dicho, y Shoshana se acurrucó contra él. Luego, lentamente, con cuidado, como cuando se consuela a un niño, acarició su rostro, su cabello, su frente, y besó sus ojos, sus labios, susurrando: "Te amo, no tengas miedo; no tengas miedo, Shoshana".

Entonces ella comenzó a relajarse. David había sentido que la tensión cedía ante sus caricias y que, tímidamente, lo tocaba con mano inexperta. Guió las manos de su mujer con paciencia, pero pronto advirtió que Shoshana le hacía caricias más osadas. David se detuvo y la miró. "Esther Franco me contó cómo se satisface a un hombre".

David la penetró suavemente, tratando de no herirla, pero Shoshana gritó, ahogando el grito con la mano en la boca, para que no se escuchara en el piso de abajo.

Se habían separado en silencio. David encendió otras candelas. Quería ver a su mujer. Shoshana descubrió lentamente su cuerpo pequeño, bien formado, y miró a su esposo tratando de vencer su vergüenza. David regresó a la cama. Se besaron con ímpetu y volvieron a hacer el amor. Y esta vez sintió, en la pasión de Shoshana, que ella también había gozado.

 

 

 

El gallo volvió a cantar. Shoshana todavía estaba dormida. David miraba la forma del aguamanil blanco que se distinguía en la claridad del alba. Recordó la sorpresa de su madre cuando él había entrado en la cocina de la casa de Nápoles.

—¿Y este mozo quién es? —había preguntado la tía Esther.

—¡Mamá! —atinó a decir antes de confundirse en un interminable abrazo.

—¡Así vivas tú, si es mi Davico! ¡Qué grande que estás, cómo has crecido! ¡Déjame verte, muchacho! —dijo Sara apartándolo suavemente para poder mirarlo.

—¡De novio que te veamos! —exclamó la tía Esther dejando la sartén en la que se freían unos lenguados.

—¡Salomón, Salomón! —gritó Sara—. ¡Ven que llegó nuestro Davico!

Al poco tiempo toda la familia se había reunido ante la mesa de la espaciosa cocina de la casa. Sara calentó los infaltables bollitos de berenjena, de acelga y de arroz, que sirvieron para acompañar a los pescados que habían preparado.

David volvió a ver a Déborah, su hermana, que ya era toda una señora. Se había casado con un sastre de Nápoles y tenía dos pequeñas niñas. Muchico, su hermano mayor, vivía en Messina y manejaba los asuntos de la compañía en Sicilia. También se había casado pero aún no tenía hijos. Estaba en Nápoles de paso hacia Roma, donde debía despachar algunos negocios. Judah Abravanel, su primo, había venido a saludarlo. Era el médico de la corte de el rey Fadrique. También había venido Esther Franco, bella como siempre. No había vuelto a casarse.

David recordó las miradas risueñas de todos y la alegría de ese almuerzo inesperado el día que retornó a Nápoles. Salomón cambiaba chanzas con Judah Abravanel y la conversación era ligera y alegre. Cuando se acercaba algún nuevo amigo de la familia para saludarlo, David debía contar una vez más sus aventuras en las galeras venecianas.

La tía Esther lo presentaba con las palabras: "este es David, nuestro marino. ¡De novio que lo veamos!".

 

 

 

Mientras la tarde caía y la luz comenzaba a menguar, los visitantes se retiraron. David, Salomón y Sara quedaron solos en la cocina.

David vio las hebras blancas que plateaban las sienes y la frente surcada por arrugas de Salomón de Córdova. El rostro de su padre había cambiado, pensó, como si dirigir los negocios de la familia lo hubieran envejecido.

Salomón lo miró con semblante serio y se aclaró la garganta. Era un gesto que David conocía desde pequeño. Supo entonces que había llegado el momento en que le diría el motivo por el cual había sido llamado de vuelta a Nápoles.

—Hijo, David, ya has cumplido veinte años, que El Señor te guarde. Es por ello que te hemos elegido prometida. Ya tienes edad para que formes un hogar y que tengas muchos hijos, si Dios así lo quiere.

El corazón de David dio un salto y comenzó a latir enloquecido. No esperaba que el matrimonio fuera la causa del llamado. Creía que le encomendarían, tal vez, alguna misión mercantil en un país lejano. Las risitas cómplices de su hermana Déborah y ciertas frases de la tía Esther durante la comida debían haberlo prevenido. Toda la familia sabía lo que él ignoraba. Mientras Salomón proseguía hablando de las bondades del casamiento y de los preceptos del matrimonio, pensaba en quién sería la elegida. Por su mente pasaron todas las mujeres que había conocido: Esther Franco, la gitana Luna, Raquel, la griega Elena, Catalina Pacci. ¿Sería su novia como alguna de ellas?

—…hemos pensado en una mujer que te gustará —siguió diciendo en tono monótono su padre, mirando a Sara que permanecía sentada a la mesa en silencio —tu madre dice que Shoshana es muy laboriosa y que sabe cuidar del hogar. Su padre, Iosef Cohen, trabaja en nuestra compañía y le ha dado una buena dote. Shoshana es una magnífica mujer y estamos seguros que será una compañera afectuosa. Con el tiempo, en el nombre de Dios, aprenderán a quererse y nos darán muchos nietos —concluyó Salomón, mirando nuevamente a Sara, pidiéndole aprobación.

David buscó en su memoria el recuerdo de Shoshana. Vio la imagen borrosa de una niña subiendo a la galera de la mano de Iosef Cohen. Le había gustado la mirada inocente y pícara de Shoshana. No sabía por qué esos ojos negros le recordaban los ojos de la gitana Luna.

 

 

 

Al día siguiente, a la tarde, habían visitado la casa de Iosef Cohen. David caminó acompañado de su padre por las estrechas callejuelas de la judería de Nápoles. Salomón golpeó a la puerta. Iosef abrió. Entraron al pequeño patio donde crecía un limonero y siguieron hasta el salón donde esperaba Shoshana, acompañada por Esther Franco. David miró los ojos de su prometida. Shoshana bajó tímidamente la mirada.

Había cambiado. Ahora era toda una mujer. Llevaba un elegante vestido largo, de color morado, con puños y cuello recamados con hilos de oro. Estaba peinada con el cabello recogido en una trenza y cubierto por un tul negro. El cuerpo era pequeño pero bien formado, los movimientos, vivaces. Aparentaba una modestia que no sentía, pero que era la actitud que se esperaba de ella en esas circunstancias.

—Hijos míos, David, Shoshana, como sabéis, hemos decidido, Iosef Cohen y yo, dar el consentimiento para vuestra boda, que sea en el nombre de Dios —dijo Salomón de Córdoba.

—Que viváis muchos años y que, en el nombre del Eterno, nos den nietos y nietas —agregó Iosef Cohen.

David miró a Shoshana que esbozó una sonrisa y luego, cuando sus miradas se cruzaron, bajó la vista.

Esther Franco convidó a los hombres con dátiles rellenos de nuez, para endulzar el momento. Finalmente Iosef y Salomón iniciaron una conversación en la cual cada uno ensalzaba las virtudes del hijo del otro. A David le parecía como si pretendieran venderlos en un remate.

—Shoshana es la más bella novia de Nápoles —decía el padre de David—, que digo, es la más bella de todo el Mediterráneo y además la más laboriosa.

Shoshana se ruborizaba.

—David es el más inteligente de los muchachos que salió de Sefarad —decía Iosef Cohen.

Al poco tiempo, luego de intercambiar buenos deseos y bendiciones, se despidieron. Cuando David salía de la habitación se volvió para mirar a su novia —Salomón y Iosef ya estaban en el patio— entonces Shoshana, irradiando felicidad, le sonrió abiertamente. Si, también la sonrisa se parecía a la de la gitana Luna.

 

 

 

Los preparativos de la boda habían durado todo el mes y llenaron de agitación a las mujeres de la judería. Esther Franco, haciendo el papel de la madre que Shoshana había perdido, ayudó a preparar el ajuar de la novia. Las muchachas de la familia habían cosido hermosos camisones, bordado sábanas de lino y confeccionado nuevos vestidos.

El sábado anterior a la ceremonia todas las mujeres se habían reunido en casa de Iosef Cohen para acompañar a Shoshana. Hubo cantos, risas y burlas que aludían a los hombres, al amor y a la noche de bodas.

Según una antigua tradición, David no podía ver a su novia hasta el día del casamiento. De cualquier modo estaba ocupado por dos asuntos que lo absorbían por completo: debía hacer los preparativos para la fiesta y aprender, al lado de su padre, desde la oficina central de Nápoles, el manejo de la Compañía.

Habían decidido que el convite sería en casa de Salomón de Córdova. David se encargaría de contratar a los músicos y hacer la compra de las hortalizas, pescados y legumbres para que las mujeres de la familia prepararan los manjares. Había requerido los servicios del "convidador" quien pregonaría el convite a la boda de viva voz por las casas de todos los parientes y amigos.

El día anterior al enlace, cantando al son de panderetas y tamboriles, un grupo de mujeres, encabezadas por Esther Franco, recorrió las calles del barrio llevando el ajuar de la novia. Subieron, en medio de gran algarabía, la escalera que conducía al nuevo cuarto arreglado para la pareja y acomodaron dentro de un arcón los enseres y las ropas de la novia.

Ese mismo día, David encomendó a Muchico que llevara a su prometida doce maravedíes de oro envueltos en un pañuelo de seda blanca. Salomón de Córdova había dicho: "Este presente traerá a tu esposa muy buena fortuna, para que viva muchos años, en el nombre de Dios ".

 

 

 

La claridad del alba comenzaba a desplazar los reflejos de la luna. Shoshana murmuró en su sueño algunas palabras que resultaron incomprensibles para David. Luego dio media vuelta y quedó de espaldas. Miró a su esposa. Shoshana Cohen. Su esposa era Shoshana Cohen.

Recordó la primera vez que la había visto, cuando todavía era una niña, aquella tarde triste, en el puerto de Barcelona, durante el fatídico viaje al destierro. David, a su lado, sintió la respiración y pensó que era la primera vez que dormía toda la noche junto a una mujer. Era él quien se había casado. Ahora tenía esposa y obligaciones.

Recordó el bullicio del día anterior, el día de su boda. Shoshana había concurrido el baño ritual por la mañana temprano. La acompañaron en procesión Esther Franco, Sara, Déborah y otras vecinas. Cantaban al son de panderetas y flautas de madera:

"Madre, madre, si bien me quieres
mi alma y mi bien tomares
a mi esposa al baño llevares
con jabón y almizcle la enjabonares
y con agua de rosas la enjuagares"

Las vecinas, uniéndose a la algazara, se asomaban a las ventanas y balcones para saludar a la pequeña y ruidosa procesión.

Una vez en la casa de baños, las mujeres habían dispuesto los utensilios para el aseo y embellecimiento de la novia: jabones, esponjas, aceites y raros perfumes traídos de oriente. Esther arrojó un puñado de azúcar en el agua para endulzar la vida de la nueva esposa y un ramito de ruda para la buena suerte. Finalmente Shoshana se sumergió tres veces en la piscina como establecía la tradición. Luego le afeitaron las cejas, le recortaron las uñas que pintaron de color rosado, le empolvaron la cara con polvo de arroz y le untaron el cuerpo con finos aceites perfumados.

Durante la tarde, Shoshana permaneció en su casa acompañada de Esther Franco esperando con impaciencia que llegara la hora de ponerse el vestido de novia que ella misma había ayudado a bordar. David había concurrido a la sinagoga junto con su padre y su hermano para la oración. Asistieron también: Isaac Abravanel, Judah Abravanel, Iosef Cohen y todos los judíos de la comunidad de emigrados de España. La sinagoga de Nápoles estaba colmada y hacía calor.

Cuando el sol caía en la calurosa tarde, los hombres regresaron de la sinagoga. Shoshana los esperaba en el salón de la casa de Salomón de Córdova, ya vestida de novia, sentada entre Sara y Esther Franco, rodeada de las mujeres de la familia.

David quedó prendado. Shoshana lucía el largo vestido blanco bordado con hilos de oro. En su esbelto cuello brillaban collares con piedras preciosas y largos pendientes enmarcaban su rostro. Nunca la había visto tan bella.

Se hizo silencio en la sala. La ceremonia estaba por comenzar. Salomón de Córdoba, Muchico, Iosef Cohen y Judah Abravanel tomaron las puntas del talet, el manto ritual, y lo sostuvieron encima de las cabezas de los novios. Isaac Abravanel bendijo a la nueva pareja. David entregó a Shoshana un hermoso anillo con sello y la abrazó. Sintió el temblor de su mujer. Los asistentes vivaron a la pareja. David rompió una copa de vidrio que estaba envuelta en un paño, como era la tradición. Tradición que recordaba, hasta en los momentos más felices, que la vida es frágil y que la felicidad es precaria como una copa de cristal.

Los novios pasaron al cuarto contiguo para firmar el contrato matrimonial, la ketubbá, que luego Muchico se encargó de exhibir a toda la concurrencia.

—¡Que vivan muchos años, en nombre de Dios! —exclamó Judah Abravanel.

—¡Que nos den nietos y nietas, con salud, así quiera el Eterno! —decía Sara.

Todos se confundían en besos y abrazos. Parecía como si las angustias del exilo estuvieran fuera de la casa de Salomón de Córdova, como si los sufrimientos de los emigrados hubieran sido una de esas pesadillas, un mal sueño que la luz del día disipa. Las penas sufridas quedaban atrás. La vida en Nápoles era digna de ser vivida.

Los músicos comenzaron a tocar con instrumentos que habían traído de España. Sonaba un laúd, un tamborín y una flauta. Esther Franco, tocando la pandereta, comenzó a cantar:

"Abridme Galanica, que va amanecer,
avrid ya vos avro, mi lindo amor,
la noche non duermo pensando en vos".

Fue la señal para que comenzara el baile. Las parejas danzaban enfrentadas, separadas entre sí por algo más de un paso. Todos se movían al ritmo de la música que se hacía cada vez más rápida.

David comenzó la danza frente a Shoshana y, cuando al poco tiempo Judah Abravanel se la arrebató, quedó desconcertado en medio de la sala mirando a su esposa bailar. Sintió a su espalda el sonido de la pandereta y vio a Esther Franco que lo tomaba de la cintura y bailaba delante de él moviéndose con el ritmo intenso del tamborín. No sabía si era él quien giraba al son de la música o si todos giraban en torno a él. No advirtió en qué momento los músicos dejaron de tocar ni cuánto tiempo había pasado. Algunos invitados ya habían partido. Quedaban los que estaban convidados al banquete. Entonces las criadas comenzaron a traer las fuentes de aves, los pescados y las piernas de cabrito. También los bocadillos de berenjena, de acelga y de carne. Había una fuente con arroz y piñones y jarras llenas de vino rojo.

—¡Que vivan muchos y buenos años, en el nombre del Eterno! —exclamó Isaac Abravanel mientras bebía de la copa de vino picante de Nápoles, luego se la entregó a Salomón de Córdova.

—¡Por la vida! —respondieron los presentes mientras la copa de plata circulaba de mano en mano.

 

 

 

La claridad de la mañana inundaba la habitación. Las voces de Nápoles entraban por la ventana del cuarto. David sintió una caricia en sus párpados. Abrió los ojos. Shoshana retiró la mano al ver que la miraba. David le sonrío, besó a su esposa y pensó en los siete días de la juppá. Serían días de fiestas y convites. Pero luego de esta noche, durante los siete días que seguían, no podía dormir nuevamente con su mujer. La volvió a besar y sintió la pasión de Shoshana. Le acarició el rostro, bajó la mano por el cuello, tocó los firmes pechos y sintió los pezones que se habían endurecido. Acarició los muslos y las caderas. Entonces volvieron a hacer el amor.






Capítulo IX



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