Parte I




Capítulo XVIII


Córdoba, 15 de junio de 1492.

Salomón de Córdova se despertó al alba. Era su último día en la ciudad. Lavó su rostro con el agua del aljibe y entró a la cocina. Se sentía abatido. Sara le alcanzó una taza de caldo y bollitos de acelga. Comieron en silencio. No había palabras para expresar todo el dolor de ese momento. Partirían el día siguiente hacia Nápoles, desterrados.

Salomón habló primero:

—Iré al cementerio a visitar por última vez a nuestros muertos, que Dios los tenga en su lista. ¿Vienes tú con nosotros?

—No, No deseo ir. No lo puedo soportar, nunca volveremos a ver las tumbas de nuestros padres. ¡Así viva el Dios que no iré!

—Volveremos, Sara, volveremos. Los Reyes derogarán el Edicto, ya verás —intentó consolar a su mujer.

—Ve tú, Salomón, ve con los niños y con tu hermano.

—Sara, ¡ya no son niños! son jóvenes. Muchico y David ya son barmitzvah. Pronto veremos a Déborah de novia para casarse.

—Voy a despertar a estos dormilones mientras tu terminas de comer, Salomón —dijo Sara y salió de la cocina.

Salomón quedó solo. Repasó por centésima vez los preparativos que había realizado para la marcha. Los cacharros y la ropa estaban ya acondicionados en baúles y arcones, los muebles se disponían en el patio esperando los carros que vendrían por la tarde a buscarlos. Había vendido la casa de la Calle de las Flores a Santiago de Herrera, panadero, su amigo desde pequeño, desde que jugaban en los bajos del Guadalquivir mientras sus padres hablaban de la vida, de las cosechas y luego se ponían de acuerdo sobre el precio de la harina. El panadero había pagado con monedas de oro a un precio menor que lo que valía la propiedad, pero Salomón estaba satisfecho con el trato dado el poco tiempo que tenían para abandonar la península.

Los jóvenes entraron alborotando a la cocina.

—Hijos, preparaos para ir al cementerio. Será nuestra última visita a los abuelos. ¿Quién sabe cuándo Dios nos permitirá volver a ver sus tumbas?

Salieron de la casa de la Calle de las Flores hacia la Catedral. Salomón caminaba lentamente por las callejuelas vacías junto a su hermano Moché. Muchico y David corrían delante, jugando, y Déborah los seguía algunos pasos más atrás.

—¡Déborah, así vivas tú, no te demores! —apuró Salomón.

En la plaza, frente a la catedral, había agolpada una muchedumbre que pugnaba por ingresar a la iglesia. Parecía que todos los habitantes de la ciudad se encontraban allí para asistir a la conversión del Gran Rabino, Abraham Señor.

El grupo de judíos evitó la plaza de la catedral y atravesó largo Puente Romano que cruzaba el Guadalquivir. El puente, siempre muy atestado, hoy estaba desierto.

Salomón vio el molino sobre la margen opuesta. Su molino. El molino que había sido de la familia por generaciones, donde su padre, que el señor lo tenga en la gloria, le había enseñado el oficio de molinero. De él había aprendido el respeto por la Ley, el amor al prójimo, la historia de su pueblo y la historia de su familia asentada en la ciudad desde incontables generaciones. Su padre siempre decía que sus antepasados habían llegado a Córdoba con la conquista romana, habían vivido en la ciudad durante la barbarie de los reinos visigodos, luego el esplendor de los califatos y finalmente la conquista de los cristianos. Ahora el molino ya no era de la familia. Meir Melamed lo había comprado, y Meir Melamed se convertía hoy al cristianismo. Lo había vendido por unos créditos que cobraría en Nápoles. Pero todos esos créditos no pagarían sus recuerdos. Avanzaban lentamente, David y Déborah detuvieron sus juegos y caminaron cerca de su padre compartiendo la pena. El sol caía vertical. Hacía calor.

Salieron del puente y comenzaron a subir la pequeña colina del cementerio. Estaba cercado con un muro de piedras y junto a su puerta crecían altos cipreses.

Cruzaron el portal de entrada y marcharon por un sendero, entre abandonadas lápidas de piedra escritas en caracteres hebreos. Salomón leyó al pasar los nombres de amigos que ya no estaban, nombres de parientes, nombres de las familias que habían abandonado a sus muertos, cuando, años atrás, por un edicto de los Reyes, fueron obligados a salir de Andalucía. Había sido un anticipo de la expulsión y muchos judíos fueron forzados a marchar hacia otras tierras. Pero otros, como los Córdova, permanecieron en la ciudad con permisos especiales de la corona; permisos otorgados en retribución de servicios a los reyes y a las contribuciones generosas para los siempre agotados tesoros de Castilla.

El grupo se detuvo ante las tumbas de los padres de Salomón. Dos lápidas de piedra en las que se leía: Moché de Córdova y Déborah de Córdoba, luego, una breve oración y las fechas del fallecimiento. Los hombres se colocaron el manto ritual sobre sus cabezas y hombros y comenzaron a rezar el kidush de duelo, recitaron la oración milenaria, al comienzo calladamente, pero luego, las voces empezaron a sonar mas fuertes en el silencio del cementerio. Rezaron el mismo ritual con el que elevaron sus plegarias incontables generaciones.

En ese momento, desde el otro lado del río, llegó el sonido de las campanas de la catedral anunciando que Abraham Señor ya era cristiano. Luego estalló el tañido de todas las campanas de las iglesias de la ciudad haciendo vibrar el aire del mediodía, acompañando hacia el cielo al último kidush rezado en el cementerio de Córdoba.







Capítulo XIX



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